Te Odio, Para Siempre
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Capítulo 3

Corrí sin rumbo por los jardines de la finca, con el corazón roto en mil pedazos.

Las palabras de Mateo resonaban en mi cabeza. "Una sombra".

No vi la raíz de un viejo olivo que sobresalía del suelo.

Tropecé y caí.

Un grito agudo resonó detrás de mí.

Me giré. Isabel estaba en el suelo, a unos metros de distancia.

Se sujetaba el tobillo, con el rostro contorsionado por el dolor.

"¡Me has empujado!", gritó, con lágrimas de cocodrilo en los ojos.

Mateo salió corriendo de la casa, alertado por el grito.

No se detuvo a mi lado. Corrió directamente hacia Isabel.

"¡Isa! ¿Qué ha pasado?"

"Ha sido ella, Mateo", sollozó Isabel. "Me ha tirado al suelo. ¡Creo que mi tobillo está roto!"

Mateo se levantó, su rostro era una tormenta de furia.

Me señaló con el dedo.

"¡Tú! ¡Tú has hecho esto!"

"No, yo no...", empecé a decir, pero él no me escuchaba.

"¡Arrodíllate!", ordenó. "Arrodíllate junto a ella y no te muevas."

Me obligó a ponerme de rodillas en la tierra dura.

"Si le pasa algo grave a su tobillo, te juro que te mato, Sofía."

Llamó a una ambulancia. En el hospital, el diagnóstico fue peor de lo que imaginaba.

No era una simple torcedura.

Isabel tenía una lesión compleja. El médico habló de una rara condición que requería un tratamiento experimental y carísimo en una clínica especializada en Suiza.

"Sin este tratamiento, es posible que no vuelva a bailar", dijo el médico.

La carrera de Isabel era su vida.

Mateo se volvió hacia mí, sus ojos eran dos trozos de hielo.

"Esto es tu culpa", dijo, su voz era un susurro mortal.

"Así que tú lo pagarás. Venderás las Bodegas Romero. Cada céntimo irá para el tratamiento de Isa."

Las bodegas. Lo único que quedaba del legado de mi familia.

"No puedes pedirme eso", supliqué.

"Puedo y lo hago. Es una deuda. Una vida de bailarina por las vidas que tu familia destruyó. Me parece un intercambio justo."

Me agarró del brazo, su fuerza era brutal.

"Vas a firmar los papeles. Ahora."

Me arrastró fuera de la habitación.

Mientras me forzaba a caminar por el pasillo del hospital, un recuerdo fugaz me golpeó.

Tenía diez años. Me había caído de la bicicleta y me había raspado la rodilla.

Mateo, que entonces tenía doce, corrió a mi lado. Me levantó en brazos y me llevó a casa, diciéndome que todo estaría bien.

Me curó la herida con una ternura que ahora parecía de otra vida.

La ironía era tan cruel que me dejó sin aliento.

El mismo hombre que una vez me protegió de un simple rasguño, ahora me estaba arrastrando hacia la ruina para salvar a la mujer que me atormentaba.

            
            

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