Venganza de una Mera Sirvienta
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Capítulo 1

La música de las sevillanas llenaba el aire de la caseta en la Feria de Abril, pero en mi cabeza solo había un zumbido sordo y punzante. La migraña me golpeaba con fuerza, cada latido de mi corazón era un martillazo contra mi cráneo. Me apoyé en una de las columnas decoradas, intentando que el mundo dejara de dar vueltas.

Busqué con la mirada a mi prometido, Máximo Castillo. Llevábamos ocho años juntos, ocho años en los que yo diseñaba y cosía cada uno de los trajes con los que él brillaba en el escenario. Éramos socios, en la vida y en el negocio. O al menos, eso creía yo.

Lo encontré en el centro de la pista de baile.

No estaba solo.

Bailaba abrazado a Camila Ramírez, su joven y ambiciosa aprendiz. Sus cuerpos se movían juntos con una familiaridad que me revolvió el estómago. La cabeza de ella descansaba en su hombro, y él le susurraba algo al oído que la hizo reír. No me vio, o si lo hizo, no le importó. Yo podría haberme desplomado allí mismo y él no se habría dado cuenta.

El dolor en mi cabeza se intensificó hasta volverse insoportable. Necesitaba irme. Con el poco aire que me quedaba, me abrí paso entre la multitud y salí a la noche más fresca.

Máximo tardó casi una hora en aparecer. Cuando por fin me encontró sentada en un banco, su rostro no mostraba preocupación, sino fastidio.

"¿Qué haces aquí fuera? Estaba cerrando un contrato importante".

"Me duele la cabeza, Máximo. Mucho. Necesito ir a casa".

Él suspiró, un sonido cargado de impaciencia. "Siempre te pasa algo, Luciana. Vamos".

El camino a casa fue en silencio. Yo me acurruqué contra la ventanilla fría, intentando aliviar la presión en mi sien. Cuando el coche se detuvo en un semáforo, mi mirada se posó en el asiento del copiloto. Algo brillaba bajo la tenue luz de la farola.

Era un par de pendientes. Unos pendientes de filigrana con pequeñas borlas rojas, de estilo flamenco. No eran míos.

Los cogí. Eran delicados y caros.

"¿Qué es esto?", pregunté, con la voz apenas un susurro.

Máximo me los arrebató de la mano con un movimiento brusco. Su mandíbula estaba tensa.

"No es para ti".

Esas cuatro palabras fueron suficientes. El dolor de mi migraña se desvaneció, reemplazado por un frío vacío. Años de esfuerzo, de noches sin dormir, de sacrificar mis propios sueños por los suyos, todo se redujo a eso. "No es para ti".

"Para el coche", dije, con una calma que me sorprendió a mí misma.

"¿Qué?"

"He dicho que pares el coche. Ahí, delante de esa tienda".

Era una tienda de novias. La misma donde habíamos encargado mi vestido, un traje de flamenca tradicional que yo misma había diseñado para nuestra boda. Máximo, confundido pero obediente por una vez, aparcó junto a la acera.

"Bajo a cancelar el vestido", le informé, abriendo la puerta.

"¿Estás loca? ¿Cancelar qué? No digas tonterías, Luciana".

No le respondí. Simplemente salí del coche y caminé hacia el escaparate iluminado. El corazón que había estado roto durante tanto tiempo, finalmente, se había hecho polvo.

            
            

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