Los siguientes dieciocho años pasaron como un montaje de decadencia cuidadosamente orquestado.
A Leo y Luna nunca les faltó nada material.
"Mamá, quiero el nuevo superdeportivo que salió."
"Claro, mi amor. ¿De qué color lo quieres?"
"Isabella, se me antoja un viaje de compras a París con mis amigas."
"Por supuesto, cariño. Te reservaré la suite presidencial en el Ritz."
Les di tarjetas de crédito sin límite, los últimos dispositivos electrónicos, ropa de diseñador que solo usaban una vez. Sus fiestas de cumpleaños eran eventos legendarios que salían en las revistas de sociedad.
Pero su educación era un desierto.
Contraté tutores que les daban las respuestas a los exámenes. Pagué sobornos para que pasaran de año. Nunca leyeron un libro que no fuera obligatorio, y aun así, buscaban el resumen en internet.
Fomenté su pereza. Su día consistía en despertarse tarde, pasar horas en redes sociales mostrando su vida de lujo, comer comida chatarra y salir de fiesta.
El trabajo duro era para la gente "común", les decía Javier. Y yo sonreía y asentía.
Se convirtieron en jóvenes arrogantes, superficiales y con sobrepeso. Despreciaban al personal de la hacienda y se burlaban de cualquiera que no tuviera su nivel de riqueza. Eran exactamente lo que Javier y Sofía, en su ignorancia, consideraban la élite.
Mientras tanto, en un rancho aislado a cientos de kilómetros, mis verdaderos hijos, Mateo y Valentina, florecían.
Cada fin de semana, bajo la excusa de un viaje de negocios, volaba para verlos. Alejandro siempre me esperaba en la pista de aterrizaje privada. Verlo era el único consuelo en mi larga y solitaria misión.
Nuestros hijos eran brillantes.
Mateo, con solo dieciséis años, ya entendía las complejidades del mercado global del aguacate mejor que muchos de nuestros ejecutivos. Valentina hablaba cuatro idiomas y tenía un talento natural para las finanzas.
Eran disciplinados, respetuosos y trabajadores. Ayudaban en el rancho, entendían el valor del esfuerzo y amaban la tierra que un día heredarían.
"¿Estás segura de esto, Isabella?" me preguntó Alejandro una noche, mientras veíamos a nuestros hijos estudiar junto a la chimenea. "Ver cómo crías a esos dos... a veces me duele."
Tomé su mano.
"Es la única manera, mi amor. Javier y Sofía necesitan creer que sus hijos son los herederos. Necesitan verlos como versiones mimadas de sí mismos. Cuando llegue el momento, el golpe será mucho más devastador."
Mis padres me confrontaron varias veces.
"Isabella, ¡mira en lo que se están convirtiendo Leo y Luna! Son una vergüenza para el apellido Vargas," me dijo mi padre, furioso, después de que Leo chocara su tercer auto deportivo en un año.
"Lo sé, papá. Pero Javier cree que esta es la forma correcta de criarlos. No quiero pelear con él," respondía yo, con mi máscara de esposa sumisa.
Ellos no entendían. Nadie lo hacía, excepto Alejandro.
La paciencia era mi arma más afilada. Y después de dieciocho años, estaba a punto de dar el golpe final.