Mi nombre es Javier, y soy el hijo mayor del alcalde. En este pueblo, eso debería significar algo.
Para mí, significa que estoy maldito.
Cada mujer que he amado, cada mujer con la que he intentado casarme, me ha abandonado. Todas después de lo mismo.
El ritual.
Una estúpida tradición de nuestro pueblo vinícola. Cualquier mujer que se case con un miembro de una familia fundadora debe visitar la Bodega del Santo Patrón para recibir una "bendición".
Pero de esa bodega nadie sale bendecido. Salen rotas.
Y siempre me culpan a mí.
Elena, mi nueva prometida, está a punto de entrar. Ella no cree en estas cosas.
"Es solo una vieja bodega, Javi. No te preocupes", me dijo esta mañana, besándome.
Ahora, de pie frente a la pesada puerta de roble, su sonrisa es menos segura.
Mi padre, Ricardo, el alcalde, pone una mano en su hombro. Su sonrisa es ancha y pública, la que usa para las fotos.
"Es solo un momento, hija. Para honrar a nuestros ancestros".
No me mira. Nunca lo hace en estos momentos.
Mis dos hermanos menores están detrás de él, con la misma expresión de suficiencia. Son cómplices. Siempre lo son.
Elena me mira una última vez, buscando apoyo. Solo puedo encogerme de hombros. ¿Qué puedo decirle? ¿Que huya?
Lo intenté con la última. No funcionó.
Mi padre guía a Elena al interior. La puerta se cierra con un sonido sordo y final.
Espero. El aire de La Rioja, normalmente lleno de olor a vino y tierra húmeda, se siente pesado, cargado de algo malo.
Pasan diez minutos. Quince.
Entonces, oigo un grito. Un grito ahogado, lleno de terror.
La puerta se abre de golpe.
Elena sale. No, esa no es Elena. Su cara está desfigurada por el pánico y el asco. Sus ojos, que antes me miraban con amor, ahora están llenos de odio.
Me mira.
"Demonio".
Su voz es un susurro roto.
"¡Eres un demonio!".
Se lanza hacia mí, con las uñas extendidas como garras. Intenta arañarme la cara.
La detengo, sujetando sus muñecas.
"Elena, ¿qué has visto? ¿Qué te han dicho?".
Ella solo solloza, una mezcla de rabia y miedo.
"¡Suéltame, depravado! ¡No me toques!".
Mi padre sale de la bodega, con el rostro serio y compungido.
"Ya ves lo que provocas", me dice, con la voz baja para que solo yo la oiga.
Luego, se vuelve hacia la pequeña multitud de curiosos que se ha reunido.
"Mi hijo... ha deshonrado a nuestra familia de nuevo. Pido disculpas en su nombre".
Aprovechando mi confusión, me suelta una bofetada. Fuerte. El sonido resuena en el silencio.
Caigo al suelo. El sabor a sangre llena mi boca.
Elena grita y huye, corriendo por la calle del pueblo sin mirar atrás.
Mi padre se inclina sobre mí.
"Levántate, inútil. Tienes que aprender tu lección".
Me da una patada en las costillas. Luego otra. Mis hermanos no hacen nada. Solo miran.
Nadie en el pueblo hace nada. Solo miran.
Porque yo soy Javier. El maldito. La vergüenza.
Y esta es mi vida.