El dolor en mis costillas es agudo, pero el dolor en mi alma es peor.
Esa noche, encerrado en mi habitación, hago lo único que se me ocurre. Llamo a mi tía Inés, la hermana de mi madre.
Vive en Logroño, lejos de la locura de este pueblo.
"¿Qué ha pasado ahora, Javier?", pregunta, su voz cargada de preocupación.
Le cuento todo. La llegada de Elena, el ritual, su reacción, la paliza de mi padre.
"¡Ese hombre es un monstruo!", grita Inés por el teléfono. "¡Voy para allá ahora mismo! ¡Nadie le pone una mano encima a mi sobrino!".
Cuelga. Por primera vez en mucho tiempo, siento una chispa de esperanza. Alguien de fuera. Alguien que no está bajo el hechizo de este lugar.
Inés llega a la mañana siguiente, furiosa. Entra en casa sin llamar a la puerta.
"¡Ricardo!", grita. "¿Dónde estás, cobarde?".
Mi padre baja las escaleras, con una calma exasperante.
"Inés, qué sorpresa. No esperaba tu visita".
"¡He venido a llevarme a Javier! ¡No voy a permitir que sigas abusando de él!".
Mi padre suspira, como si estuviera tratando con una niña.
"Inés, no entiendes la situación. Es... delicada. Hay cosas de familia que no se airean".
"¡No me vengas con secretos! ¡He visto los moratones de Javier!".
"Si de verdad quieres entender", dice mi padre, acercándose a ella, "si de verdad quieres ayudar a tu sobrino, tienes que saber la verdad. Toda la verdad. Ven conmigo".
Señala hacia la puerta. Hacia la calle. Hacia la Bodega del Santo Patrón.
"No", digo desde el umbral de mi habitación. "Tía, no vayas".
Inés me mira. Su rostro se suaviza.
"Tranquilo, cariño. No voy a caer en sus trucos. Solo voy a escuchar lo que este sinvergüenza tiene que decir. Luego nos iremos de aquí, te lo prometo".
Mira a mi padre con desafío.
"Vamos. Muéstrame tu gran secreto".
Salen de casa. Mis hermanos, desde el salón, se ríen por lo bajo.
Espero. El tiempo se estira de nuevo. Cada segundo es una tortura.
Pasa media hora.
Oigo la puerta principal abrirse.
Bajo corriendo las escaleras.
Mi tía Inés está en el recibidor. Mi padre está detrás de ella, con la misma expresión satisfecha.
"¿Tía?", pregunto, con el corazón en un puño.
Ella levanta la cabeza. Su rostro es una máscara de repulsión. La misma que vi en Elena. La misma que he visto en todas.
"No te me acerques", sisea.
Da un paso atrás, como si mi sola presencia la contaminara.
"Tenías razón, Ricardo", le dice a mi padre, sin apartar la vista de mí. "No sabía... no podía imaginarlo".
Se vuelve hacia mí. Sus ojos, que siempre me habían mirado con cariño, ahora están llenos de un desprecio helador.
"Eres una vergüenza. Tu madre se moriría de pena si te viera".
Levanta la mano y me abofetea. En el mismo lado que mi padre.
El dolor es sordo, pero la traición quema como el fuego.
"No vuelvas a llamarme nunca más", dice.
Se da la vuelta y se va.
La puerta se cierra. La esperanza se va con ella.
Estoy solo. Completamente solo.