Pago Extra para Ser Amiga
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Capítulo 1

Lucía y yo fuimos compañeras en la universidad. Ella era la chica lista de un pueblo de Extremadura, siempre con los libros, siempre preocupada por el dinero. Yo, la hija de bodegueros de La Rioja, nunca tuve esa preocupación. Quizás por eso me sentía en deuda con su esfuerzo, y por eso la consideraba mi amiga.

Cuando su hermana menor, Carmen, se mudó a Madrid con un hijo pequeño y el sueño de montar un taller de cerámica, no lo dudé.

«Sofía, es una oportunidad única», me dijo Lucía un día mientras tomábamos café. «Carmen es una artista, pero no tenemos el dinero para el local en Malasaña. Es su sueño».

Le di el dinero. Una cantidad importante, suficiente para el depósito, el primer año de alquiler y todo el material. No firmamos nada. Era un préstamo de amiga a amiga, o más bien, a la hermana de mi amiga.

El taller, «Barro y Alma», se convirtió en mi segundo hogar. Llevaba a mis amigos de la agencia de marketing, a mis contactos. Compraba sus piezas a precio completo, pagaba mis clases, nunca pedía un descuento. Quería que el negocio funcionara.

Carmen, con su delantal siempre manchado de arcilla, me sonreía y me llamaba su «ángel de la guarda». Lucía me lo agradecía con abrazos que ahora entiendo que eran fríos.

Todo se rompió por una casualidad.

Le recomendé el taller a Elena, una colega de la agencia.

«Ve, te encantará. Dile a Carmen que vas de mi parte», le dije.

Pero Elena lo olvidó. Fue como una clienta más.

Dos semanas después, en la oficina, Elena me enseñó su móvil, emocionada.

«¡Mira, Sofía! Me han metido en un grupo de WhatsApp secreto, "Amigos del Taller" . ¡Qué majas son! Nos hacen un 20% de descuento en todo y la cocción en el horno es gratis».

Me quedé helada.

Miré la pantalla de su teléfono. Un chat lleno de gente que no conocía. Ofertas que nunca había visto.

A mí, Carmen siempre me había cobrado quince euros por cada pieza que metía en el horno. Quince euros. Y mi único privilegio era un vago «descuento de amiga» del 10%, que a veces hasta se le olvidaba aplicar.

Sentí una punzada fría en el estómago.

«¿Gratis?», pregunté, con la voz más neutra que pude fingir.

«Sí, tía, ¡un detallazo! Dicen que es para los clientes fieles», respondió Elena, ajena a todo.

Yo era la inversora. La que había pagado por ese mismo horno. La que había llenado su taller de gente.

Y para ellas, yo no era una amiga fiel. Era otra cosa.

            
            

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