El Sabor del Primer Bocadillo
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Capítulo 3

Pasé las navidades en aquel piso silencioso. Mateo venía cada día. Comprábamos un árbol pequeño y lo decorábamos. Veíamos películas. Él nunca preguntó por qué me habían echado de casa. Yo nunca se lo conté. No hacía falta.

Cuando las clases se reanudaron, volví a un pequeño apartamento alquilado que pagaba con trabajos esporádicos. Mateo seguía dándome el almuerzo. Nuestro pacto seguía en pie, pero algo había cambiado. Ya no era solo una transacción. Era amistad.

Durante un puente de mayo, encontré un trabajo repartiendo flyers para una nueva discoteca. Doce horas de pie, aguantando el sol y la indiferencia de la gente.

Gané cincuenta euros.

Cincuenta euros que eran solo míos. Se sentían como un millón.

Lo primero que hice fue buscar a Mateo. Lo encontré saliendo del instituto.

"Hoy invito yo."

Lo llevé a la chocolatería San Ginés. Pedí dos chocolates con churros. Él me miró, sorprendido y conmovido.

"¿De dónde has sacado el dinero?"

"He trabajado," dije con orgullo, mostrando mis manos, todavía con alguna ampolla.

Él no dijo nada, solo mojó un churro en el chocolate espeso y sonrió. Esa sonrisa valía más que los cincuenta euros.

Unas semanas después, me devolvió la invitación.

"La prima de mi madre se casa. En una finca a las afueras. Tienes que venir."

"Mateo, yo no tengo ropa para una boda."

"No te preocupes por eso."

El día de la boda, apareció en mi puerta con una caja. Dentro había un vestido precioso y unos zapatos.

"Son de mi prima. Es de tu talla. Dijo que te los regalaba."

La boda fue como entrar en otro planeta. Jardines inmensos, camareros con pajarita, una orquesta tocando en directo. La familia de Mateo era ruidosa y alegre. Me acogieron sin preguntas, como si fuera una más. Su madre, una mujer elegante y amable, me sonrió.

"Mateo habla mucho de ti. Dice que eres la chica más lista que conoce."

Me sonrojé. Mateo, a mi lado, me rodeó los hombros con el brazo.

"Te lo dije. Eres de la familia."

Esa noche, bailando entre gente rica y feliz, me permití soñar que ese mundo podía ser el mío.

Pero los sueños se acaban.

Al terminar el bachillerato, la noticia cayó como una losa.

"Me han admitido en Londres. Me voy en septiembre."

Estábamos en un parque, sentados en un banco. El verano de Madrid pesaba en el aire.

"Es genial, Mateo."

Mentí. Sentía un pánico frío. Él era mi red de seguridad. Sin él, el abismo volvía a abrirse bajo mis pies.

La despedida fue en un bar de tapas donde yo trabajaba sirviendo mesas. Él entró, pidió una Coca-Cola y me miró desde la barra. Cuando mi turno acabó, me esperó fuera.

"Cuídate, Sofía."

"Tú también."

No hubo abrazos. No hubo promesas. Solo un breve instante, y luego se dio la vuelta y se fue, dejándome sola bajo la luz amarilla de una farola, con el ruido de la ciudad como único compañero.

                         

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