"Pero tengo que llamar a Javier", insistió Elena, mientras la empujaba hacia la oscuridad de la bodega. Su cara estaba pálida por el miedo y la confusión.
"No servirá de nada, Elena. ¡No nos creerá!".
Pero ella ya estaba marcando el número. Su lealtad a mi hermano era inquebrantable, incluso ahora.
Pude escuchar la música de fiesta al otro lado de la línea antes de que la voz de Javier, irritada y distante, respondiera.
"¿Qué quieres, Elena? Estoy ocupado".
"¡Javier, hay gente en la casa! ¡Están rompiendo la puerta!", gritó ella, al borde de las lágrimas.
Hubo una pausa. Luego, una risa cruel. La voz de Isabela se escuchó de fondo, burlona.
"Dile a tu cuñadita que se busque un drama mejor", dijo Javier, con un tono que me heló la sangre. "Ya sé que habéis vuelto, las dos. ¿Creéis que voy a caer en la misma trampa? Disfrutad de vuestra actuación. No pienso volver".
Y colgó.
Elena se quedó mirando el teléfono, con los ojos llenos de incredulidad y dolor.
"¿Qué ha querido decir? ¿Que ha vuelto?".
No tuve tiempo de explicarle el concepto de renacer. La puerta principal de la casa se vino abajo con un estruendo ensordecedor. Se oyeron pasos pesados y voces rudas en el vestíbulo.
"¡Registrad toda la casa! ¡El jefe los quiere a todos muertos!".
El terror finalmente se apoderó de Elena. Entendió que esto era real.
Nos adentramos en la bodega, cerrando la puerta secreta tras nosotras. La oscuridad era casi total, solo rota por la débil luz de la pantalla de mi móvil. El aire olía a tierra húmeda y a vino viejo.
"Hay una salida al final de este túnel", le susurré, guiándola. "Lleva a los viñedos, cerca de la villa de Alejandro".
Pero los pasos nos seguían. Habían encontrado la entrada.
La luz de sus linternas bailaba por las paredes de piedra. Estaban cerca.
De repente, Elena se detuvo. Me empujó hacia un pasadizo lateral aún más estrecho.
"Tú vete con Mateo", dijo, con una determinación que nunca le había visto. "Yo los distraeré. Corre, Sofía. No dejes que le pase nada a mi hijo".
"¡No, Elena! ¡Ven conmigo!".
Pero ella ya se había dado la vuelta. Salió al túnel principal y gritó.
"¡Eh, idiotas! ¡Estoy aquí!".
Escuché a los sicarios gritar y correr tras ella. Luego, un grito ahogado. Un sonido sordo.
Las lágrimas me cegaban, pero no me detuve. Corrí por el pasadizo oscuro, con Mateo en brazos y el eco del sacrificio de Elena resonando en mis oídos.
Una de las balas perdidas me rozó el brazo, un dolor agudo y ardiente.
Pero seguí corriendo.
Tenía que llegar a la villa de Alejandro. Él me ayudaría. Él era mi prometido. Él tenía que creerme.