La noche fue un pozo sin fondo. Mateo se quedó dormido en la silla, agotado por el llanto. Yo no pegué ojo. Me senté en la oscuridad, escuchando el zumbido de la vieja nevera y el latido de mi propio corazón, que golpeaba con una furia sorda y contenida.
Cada sombra en la pared parecía una burla. Cada crujido de la casa era un recordatorio de lo que habíamos perdido. La casa de mamá. El sudor de papá. Nuestro futuro.
Al amanecer, una luz gris se filtró por la ventana de la cocina. No traía esperanza, solo la cruda realidad de un nuevo día sin nada.
Me levanté. Mis movimientos eran rígidos, mecánicos.
Fui a la pequeña caja de metal donde guardábamos el dinero para los gastos del día. La abrí. Dentro, un fajo de billetes arrugados. Quinientos dólares. El dinero para la harina, la levadura y la electricidad de mañana. El último dinero del mundo.
Lo tomé.
Toqué el hombro de Mateo. Se sobresaltó, despertando con una mirada de pánico que rápidamente se convirtió en la misma miseria de antes.
"¿Sofi?"
"Levántate", dije. Mi voz era plana, sin emoción.
Él me miró sin comprender.
"Llévame con Ricardo."
Los ojos de Mateo se abrieron de par en par. El pánico volvió, más fuerte esta vez.
"¿Qué? ¿Estás loca? No podemos... No tenemos nada. ¿Qué vas a hacer? ¿Rogarle? ¡Se reirá de nosotros!"
Apreté el fajo de billetes en mi puño. La vieja cicatriz en mis nudillos se tensó, blanca contra mi piel.
"No voy a rogarle nada."
Le puse los quinientos dólares en la mano.
"Esto es lo que tenemos. Llévame con él. Ahora."
Mi calma pareció asustarlo más que si hubiera gritado. Vio algo en mis ojos, algo que no había visto en años. Algo que ni él mismo sabía que existía.
Dudó un segundo, luego se levantó de la silla, derrotado.
"Está bien", susurró. "Está bien, Sofi."