El tenedor de Isabel cayó al suelo.
El ruido metálico resonó en el silencio del restaurante de lujo. Todos se giraron.
"¿Eres sorda?", me espetó, su voz de niña rica goteando desprecio. "Te dije que quiero la mesa de la ventana. Ahora."
Yo era Sofía, la encargada de sala. Mantuve la calma. "Señorita, esa mesa está reservada. Puedo ofrecerles otra excelente junto al jardín interior."
Isabel se rió, una risa fea. "Una camarera de barrio bajo enseñándome modales. Qué gracioso."
Su amigo, Mateo, el heredero del imperio hotelero, me miró con aburrimiento. No dijo nada, solo bebió un sorbo de su vino caro. Él estaba acostumbrado a esto.
"Isabel, por favor", dijo Mateo, con cansancio.
Pero Isabel no había terminado. Se levantó, se acercó a mí y me susurró al oído, su aliento olía a champán. "Gente como tú debería estar fregando suelos, no diciéndome qué hacer."
Me aparté un paso. La miré a los ojos. "Y gente como usted debería aprender que el dinero no compra la clase."
La cara de Isabel se puso roja. Mateo por fin pareció interesado. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.
Esa noche, cuando estaba a punto de irme, volví a por mi teléfono olvidado. Me detuve al oír sus voces en un reservado privado.
"Te apuesto lo que quieras, Mateo. Un año. Te doy un año para que esa camarera se enamore de ti y de tu dinero", decía Isabel, su voz llena de veneno.
Hubo una pausa.
"¿Y qué gano yo?", preguntó Mateo, sonando divertido.
"La satisfacción de poner a una trepadora en su sitio. La harás creer que es una reina, y justo en la cima, la tirarás al barro. La destrozaremos."
Escuché el tintineo de sus copas. Un brindis.
"Trato hecho", dijo Mateo. "Será una distracción interesante."
Me apoyé contra la pared fría del pasillo. No sentí miedo. No sentí rabia.
Sentí una oportunidad.
Ellos querían jugar un juego. Perfecto.
Yo también jugaría, pero con mis propias reglas. Su apuesta sería mi capital inicial. Su crueldad, mi escalera.
Salí del restaurante sin hacer ruido. La noche de Madrid estaba fría, pero mi mente ardía con un plan.