Capítulo 2 Quemaduras y martillos

El edificio todavía olía a pintura fresca y a decisiones impulsivas.

Había cajas por todas partes: vajillas sin desembalar, utensilios envueltos en plástico, estantes que colgaban de un solo tornillo como si cuestionaran su propia existencia. En una esquina, una aspiradora industrial se rendía ante la montaña de polvo que se acumulaba desde el primer ladrillo. Y en medio de todo eso, un hombre con delantal y expresión de genio mal dormido sostenía una tabla de cortar como si fuera el Santo Grial.

-Lemar, si esa luz no se arregla en los próximos cinco minutos, voy a colgarla con salsa demi-glace -gruñó Naethan Goodfry, sin levantar la vista de su plato.

Lemar Luduvic, un tipo de metro noventa, brazos como jamones curados y cara de "esto me parece una pérdida de tiempo pero lo hago porque te quiero, cabrón", golpeó el interruptor con la paciencia de un gorila en terapia.

-No deberíamos estar cocinando aún. No hay gas en la mitad de la cocina, los hornos no están calibrados, y ese refrigerador suena como si estuviera maldiciendo en noruego.

-Perfecto. Cocinaremos solo con lo que funcione. Así sabremos quién sobrevive a la presión. Como en la vida. O en MasterChef -respondió Naethan, mientras decoraba un platillo con pétalos de albahaca y una espuma ligera que olía a cítrico y arrogancia.

Lemar bufó. Pero no dijo nada. Porque aunque Naethan fuera una tormenta de ideas, de improvisaciones, de frases que no siempre tenían sentido... cuando cocinaba, se transformaba.

El caos se calmaba.

El mundo se ordenaba.

Era como ver una sinfonía sin partitura. Una coreografía sin ensayo.

-¿Qué es eso que estás haciendo? -preguntó Lemar, inclinándose hacia la tabla.

-Un postre.

-¿De desayuno?

-Sí. Se llama Despertar existencial. Base de galleta rota con café amargo, mousse de avellanas, reducción de licor de naranja y microtiras de bacon crujiente.

-¿Sabes que eso suena como una declaración de guerra a la lógica, no?

Naethan sonrió. Le gustaba romper las reglas. En el plato. En la vida. En el código de conducta del Departamento de Salud (pero solo un poco).

-La lógica nunca me hizo sentir vivo, Lem. La sorpresa sí.

El restaurante era pequeño, con grandes ventanales que daban a la calle. Aún sin cortinas. Aún sin nombre en el toldo. Pero Naethan ya lo veía lleno. Gente entrando con curiosidad. Saliendo con asombro. Opinólogos culinarios sin palabras. Críticos derrotados por su paladar.

Y justo entonces, mientras rociaba una línea perfecta de vinagre balsámico en espiral, la sintió.

Una mirada.

Se giró lentamente.

Y la vio.

Al otro lado de la calle, en una oficina de cristales grises, una mujer de cabello dorado y expresión entre incrédula y fascinada lo observaba como si acabara de salir de una dimensión alternativa.

Naethan arqueó una ceja. Ella no apartó la vista.

Interesante.

-¿Qué pasa? -preguntó Lemar, con un destornillador en la mano y la paciencia por los suelos.

-Nada... -dijo Naethan, bajando la mirada de nuevo al plato-. Solo creo que ya tenemos nuestra primera crítica.

-¿De la salud?

-Peor.

-¿Tu madre?

Naethan rió.

-Una rubia con cara de "tengo una tesis sobre la ineficiencia emocional de los hombres".

-Peligrosa.

-Deliciosa.

El horno sonó con un pitido agudo, anunciando que estaba vivo... o que acababa de morir, difícil de decir. Lemar fue a revisarlo, mientras Naethan, aún con media sonrisa, terminó de montar su platillo.

La cocina aún estaba patas arriba.

No había menú impreso, ni empleados contratados, ni una maldita cafetera que funcionara.

Pero había pasión. Y fuego. Y talento.

Y ahora, también, una rubia misteriosa que lo miraba como si fuera un error gramatical... o un poema por descifrar.

-¿Entonces ya decidiste el nombre o todavía seguimos con la lucha de egos mitológicos? -preguntó Lemar, dejando el destornillador en la barra mientras se limpiaba las manos con una toalla que alguna vez fue blanca.

Naethan se giró, aún con el plato en la mano como si fuera una obra de arte a punto de ser subastada.

-Estoy entre tres. Pero ya casi. Casi, casi. Como el punto exacto del caramelo antes de quemarse.

-Dios... -suspiró Lemar, con esa voz de quien ha escuchado demasiadas metáforas por minuto-. Dispara.

Naethan se acercó, apoyó el codo en la barra, como si fueran dos mafiosos en pleno trato clandestino, y enumeró con los dedos.

-Opción uno: Dragón Estelar.

-¿Otra vez con los dragones?

-¡Los dragones inspiran respeto, Lemar! Dignidad, fuego, elegancia... y estrellas. Piénsalo: suena a restaurante con estrella Michelin y soundtrack de Hans Zimmer.

-Suena a anime.

-Tu cara suena a anime -replicó Naethan sin perder la sonrisa.

-Opción dos: Estrella de Fuego. Más sobrio, más adulto, más... caliente -continuó, con un leve alzamiento de ceja que Lemar ignoró adrede.

-¿Y el tercero?

-La Cocina del Dragón y la Serpiente. Es místico, simbólico. Yin y yang. Fuego y veneno. Nosotros dos.

Lemar lo miró en silencio, luego bajó la cabeza como si necesitara un segundo para reorganizar su tolerancia.

-Naethan...

-Sí.

-Eso suena a restaurante que te da salmonella pero con buena presentación.

-¡Exacto! -Naethan alzó las manos, entusiasmado-. Es enigmático.

-Es sospechoso.

-¿Entonces votas por...?

Lemar pensó un momento. No porque no tuviera clara la respuesta, sino porque sabía que decirla en voz alta significaba firmar un pacto con el ego desbordado de su amigo.

-Dragón Estelar -dijo finalmente.

Naethan sonrió como si acabara de sacar una receta perfecta sin medir los ingredientes.

-Sí, ¿verdad? Tiene fuerza. Tiene estilo. Tiene nombre de algo que explota y brilla al mismo tiempo.

-Y lo más importante -añadió Lemar mientras volvía a tomar el destornillador-: se puede imprimir sin que la tipografía quede como maldición gitana.

-Eso también.

Se quedaron en silencio un instante. Naethan apoyó el plato sobre una caja y miró a su alrededor: cables colgando, herramientas por doquier, paredes a medio pintar y un horno que tosía cada vez que alguien lo miraba mal.

Pero en medio de todo eso, había algo más. Una idea. Una visión. Un sueño terco con delantal.

-Dragón Estelar -repitió, saboreando las palabras como si fueran parte de una receta secreta-. Suena como si fuéramos a hacer historia.

Lemar gruñó algo que podría haber sido un "sí", o un "ojalá", o un "solo falta que no nos explote el refrigerador".

Y justo en ese momento, una chispa saltó del enchufe de la licuadora industrial.

-Lo tomaremos como una señal -dijo Naethan, sin inmutarse.

            
            

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