Mi prima Isabel estaba sentada a su lado, con la vista perdida en el jardín. Su marido, un famoso torero, había muerto en la arena hacía apenas un mes. Era una viuda joven, hermosa y, lo más importante para mi tía, sin hijos.
"Isabel necesita un ancla, un motivo para vivir. Y la herencia de su marido... está en juego si no tiene un descendiente."
Miré a mi marido, Javier. Él evitó mi mirada, concentrado en el patrón de la alfombra persa.
"Por eso," continuó la tía Carmen, "hemos pensado... como familia... que Javier debería ayudarla."
El silencio que siguió fue total. Ni el tictac del reloj de pie se atrevía a romperlo.
"¿Ayudarla?" pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Un frío terrible empezó a subirme por la espalda.
"A tener un hijo, querida," dijo mi tía, como si estuviera sugiriendo que le prestáramos una taza de azúcar. "Es un acto de generosidad. Por la familia."
Javier carraspeó. "Tía, eso es... complicado."
"No es complicado, es un deber," intervino por primera vez su padre, Don Ricardo Vega, el patriarca. Su voz era grave, definitiva. "Isabel es de la familia. Y un Vega Torres no abandona a los suyos. Le darás un hijo. Sofía lo entenderá."
Todos me miraron. Esperaban mi consentimiento, mi sacrificio en el altar del apellido y la conveniencia.
Mi hija de cinco años, Valentina, dormía la siesta en el piso de arriba, ajena al mercado de carne en el que se había convertido su madre.
"Es para que Isabel no se quede sola," susurró mi prima, mirándome por fin con los ojos llenos de una falsa vulnerabilidad.
Me sentí atrapada. La presión de la familia, el chantaje emocional, la mirada suplicante de mi marido, que solo veía una forma de reafirmar su virilidad sin consecuencias.
Asentí.
No dije una palabra. No era necesario.
Mi silencio fue su victoria.
Esa misma tarde, me enviaron a la finca de campo, una jaula de oro entre viñedos. Oficialmente, era para "descansar" . En realidad, era para quitarme de en medio.
Lupe, la única persona en la que confiaba, me ayudó a deshacer las maletas. Sus ojos mostraban una pena que no se atrevía a expresar.
"Señora Sofía..."
"No digas nada, Lupe," la interrumpí.
Esa noche, desde mi ventana, vi cómo las luces del cuarto de invitados se encendían. El cuarto donde se alojaba Isabel. Poco después, vi la silueta de Javier cruzar el patio y entrar en esa misma habitación.
La luz no se apagó en mucho tiempo.
Yo me quedé allí, de pie en la oscuridad, sintiendo cómo mi matrimonio y mi alma se hacían añicos.