El traslado de Isabel a la casa principal fue el comienzo de mi exilio interno. Don Ricardo la trataba como a la verdadera señora de la casa. Le asignaron las mejores habitaciones, las que daban al rosedal. Un médico venía a visitarla dos veces por semana. El personal recibió órdenes de atender hasta el más mínimo de sus caprichos.
A Valentina y a mí nos relegaron a un ala más apartada de la casa. Nos convertimos en fantasmas, sombras que se deslizaban por los pasillos de nuestro propio hogar.
Una tarde, la tensión finalmente explotó.
Estábamos en el gran salón. Don Ricardo discutía animadamente con Javier e Isabel los planes para la habitación del bebé. Hablaban de cunas de madera noble, de ropa de bautizo traída de París, de inscribir al niño en los mejores colegios.
"Y por supuesto," dijo Don Ricardo, mirándome con frialdad, "el niño será inscrito como hijo vuestro. De Javier y Sofía. Legalmente, será tu hijo, Sofía. El heredero de todo."
La propuesta era tan monstruosa, tan cruel, que me quedé sin aliento. Querían que criara al hijo de mi marido y mi prima como si fuera mío. Querían borrar a mi propia hija para poner a su preciado varón en su lugar.
Valentina, que había estado escuchando en silencio, se levantó. Con sus seis años, tenía una dignidad que su padre jamás conocería.
"Mi mamá no va a hacer eso," dijo con una voz clara y firme. "Y ese bebé no es su hermano."
Isabel soltó un gritito ahogado, como si la hubieran ofendido mortalmente. "¡Qué niña tan malcriada! ¡Le estáis llenando la cabeza de veneno!"
Javier se giró hacia nuestra hija, con el rostro desencajado por la furia. Su masculinidad, siempre tan frágil, se había sentido atacada por una niña.
"¡Valentina, pide perdón a tu tía Isabel ahora mismo!" ordenó.
"No," respondió mi hija, mirándolo fijamente. "Ella no es mi tía. Y le estáis haciendo daño a mamá."
Lo que pasó a continuación sucedió en un instante. Javier, en un arrebato de ira para defender a su amante y su frágil honor, levantó la mano y le dio una bofetada a Valentina.
El sonido resonó en el salón como un disparo.
Valentina no lloró. Se quedó quieta, con la mejilla roja, mirándome con unos ojos llenos de sorpresa y dolor.
En ese momento, algo dentro de mí se rompió para siempre. El frío cálculo se convirtió en un fuego abrasador. La decisión de irme se transformó en una sed de venganza.
Me arrodillé junto a mi hija, la abracé con fuerza y la miré a los ojos.
"Nadie volverá a ponerte una mano encima. Te lo prometo," le susurré.
Luego, me levanté y miré a Javier, a Isabel, a mi tía Carmen y a Don Ricardo. Todos me observaban, algunos con un atisbo de arrepentimiento, otros con desafío.
No dije nada. Mi rostro estaba impasible. Pero en mi interior, ya los había sentenciado a todos. No solo me iría. Iba a destruirlos. Iba a arrasar con el nombre de Vega Torres hasta que no quedaran más que cenizas.