De Esposa Ignorada a Reina del Vino
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Capítulo 2

Pasó un mes. Un mes de noches en las que yo oía las risas ahogadas que venían del otro lado del pasillo. Un mes de días en los que Javier e Isabel actuaban como dos amantes culpables, con miradas robadas y sonrisas cómplices en la mesa del desayuno.

Javier evitaba quedarse a solas conmigo. Cuando lo hacía, hablaba del tiempo o de los negocios de la bodega, como si nada hubiera cambiado.

"El nuevo distribuidor francés está muy contento con la última cosecha," me dijo una mañana, mientras yo miraba sin ver los viñedos. "Todo gracias a ti, por supuesto."

Sus elogios sonaban vacíos, un intento patético de mantener la normalidad.

Una tarde, Isabel entró en la cocina donde yo estaba revisando unas notas sobre la fermentación. Se sirvió un vaso de agua y se apoyó en la encimera, mirándome.

"Ha funcionado," dijo, con una pequeña sonrisa triunfante. "Estoy embarazada."

No sentí nada. Ni rabia, ni celos. Solo un vacío inmenso. El amor que una vez sentí por Javier se había podrido y muerto.

Asentí lentamente. "Felicidades."

Mi frialdad pareció desconcertarla. Quizás esperaba lágrimas o un ataque de histeria. No le di esa satisfacción.

Esa noche, tomé una decisión. El dolor se había transformado en una calma glacial. Ya no era una esposa traicionada. Era una estratega planeando su próximo movimiento.

Llamé a mi abogado en secreto, usando el teléfono de Lupe.

"Prepara los papeles del divorcio," le dije. "Quiero la custodia total de Valentina y el cincuenta por ciento de la bodega. No, espera. Lo quiero todo."

El abogado dudó. "Sofía, conseguir la bodega será casi imposible. El apellido Vega es muy poderoso."

"El apellido no produce vino," respondí. "Yo sí. Haz lo que te pido."

Dos semanas después, llegó el momento. Javier tenía que firmar un nuevo y lucrativo contrato con un proveedor de barricas de roble francés. Era un acuerdo que yo había negociado durante meses, un acuerdo que aseguraría el futuro de Bodegas Vega Torres por una década.

Él estaba eufórico, presumiendo ante su padre de "su" logro.

"Firma aquí, aquí y aquí," le dije, extendiéndole la carpeta con los documentos. Mi voz era neutra, profesional.

Entre las páginas del contrato de suministro, cuidadosamente colocado, estaba el convenio regulador del divorcio. Un documento detallado que le cedía a él un par de propiedades sin importancia y me otorgaba a mí el control total de las acciones de la empresa en caso de separación, a cambio de que yo no revelara el motivo de la misma. Era un acuerdo leonino, pero se basaba en su arrogancia.

Javier, ansioso por celebrar, ni siquiera leyó. Cogió la pluma de oro que le había regalado su padre y firmó cada página con un garabato ilegible.

"Listo," dijo, sonriendo. "Ahora, a abrir una de nuestras mejores botellas."

Le devolví la sonrisa. "Claro, cariño."

Mientras él iba a la bodega, yo cogí la carpeta. Tenía su firma en un contrato que le daría barricas nuevas y en otro que le arrebataría su imperio.

            
            

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