Era Mateo, cuatro años más joven, pero con la misma bondad en sus ojos.
"Dios mío", susurró, quitándose su caro abrigo para cubrirme.
"Está ardiendo en fiebre. ¡Alguien ayúdeme!", gritó a la calle vacía.
Nadie respondió.
Sin dudarlo, me levantó en sus brazos. Yo era tan ligera como una pluma.
"No te preocupes", me dijo, aunque yo apenas estaba consciente, "te llevaré a casa. Estarás a salvo."
La escena cambió. Ahora estábamos en una mansión lujosa, la casa de la familia de Mateo.
El pánico se apoderó de los sirvientes al verme.
"¡Señorito Mateo, podría ser contagioso!", advirtió una criada.
Pero Mateo no escuchó. Me llevó directamente al salón principal, donde sus padres estaban leyendo.
Don Alejandro, un hombre imponente con una mirada severa pero justa, se levantó de un salto. Doña Isabel, su esposa, dejó caer su libro con un grito ahogado.
"¿Qué has hecho, hijo?", preguntó Don Alejandro, su voz una mezcla de alarma y preocupación.
"Padre, necesita un médico. Se está muriendo", suplicó Mateo.
Don Alejandro me miró, vio la desesperación en mis ojos febriles, el veneno que manchaba mi piel. Su rostro, el de un abogado acostumbrado a las batallas más duras, se suavizó.
"Isabel, llama al doctor Ramos. Di que es una emergencia. Preparen la habitación de invitados."
La memoria se aceleró, mostrando fragmentos de las siguientes semanas.
Médicos entrando y saliendo. Doña Isabel sentada junto a mi cama, día y noche, rezando rosarios y poniéndome paños fríos en la frente. Don Alejandro usando toda su influencia y fortuna para encontrar a los mejores especialistas, importando medicamentos que nadie más podía conseguir.
Mateo nunca se apartó de mi lado. Me leía historias, me contaba chistes malos para hacerme sonreír, me prometía que vería de nuevo las montañas de mi hogar.
La imagen final de esta primera visión era yo, meses después, sentada en el jardín de la mansión. El sol calentaba mi rostro. Doña Isabel me estaba enseñando a bordar. Don Alejandro me observaba desde la distancia con una sonrisa satisfecha. Mateo se sentó a mi lado y me tomó la mano.
"Bienvenida a la familia, Ximena", dijo.
La visión se desvaneció.
Volví a la realidad de la sala del tribunal. El efecto de la planta me dejó sin aliento, tosiendo en el suelo.
Pero el silencio no duró mucho.
Un rugido de indignación se levantó de la multitud.
"¡Monstruo!", gritó alguien.
"¡Te salvaron la vida y así les pagas!"
"¡Mereces morir mil veces!"
El odio en la sala era tan espeso que casi podía saborearlo. La memoria, en lugar de explicar mis acciones, solo había confirmado su veredicto. Era una serpiente que había mordido la mano que le dio de comer.
Mateo me miraba, su rostro una máscara de dolor y rabia aún más profunda.
"¿Ves, Ximena?", su voz temblaba. "Te dieron todo. Amor, un hogar, una familia. ¿Por qué? ¿Por qué los mataste?"
Carla se acercó a él, su mano deslizándose posesivamente por su espalda.
"Te lo dije, Mateo", su voz era un susurro seductor. "Algunas personas nacen con el mal adentro. No hay razón, solo oscuridad."
No podía hablar. El veneno de Carla todavía paralizaba mis cuerdas vocales, una tortura silenciosa que había durado un año.
Mateo se arrodilló frente a mí, su rostro a centímetros del mío.
"Esto no ha terminado. Necesito más. Necesito entender la razón de tu traición."
Se volvió hacia el asistente.
"Trae la segunda dosis."