Cuando la Verdad Duele Más que la Traición
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Capítulo 3

El pánico me invadió de nuevo. No quería que vieran lo que venía. No quería que él viera ese sacrificio.

Pero no tenía elección.

Los guardias me inmovilizaron otra vez. La segunda planta, más verde y vibrante que la primera, fue forzada en mi garganta.

La convulsión fue más fuerte esta vez. Un grito silencioso se desgarró desde mi pecho mientras la sala del tribunal se disolvía de nuevo.

La nueva visión nos transportó a un año después de mi rescate. Tres años antes de la masacre.

La oficina de Don Alejandro. Estaba sentado en su escritorio, su rostro pálido y demacrado. Había envejecido diez años en unas pocas semanas.

"Me han tendido una trampa, Ximena", me dijo, su voz carente de su fuerza habitual. "La compañía minera a la que estoy demandando... tienen conexiones con el cartel de Rojas. Han fabricado pruebas. Me acusan de soborno y obstrucción a la justicia. Mañana vendrán a arrestarme."

Mateo irrumpió en la habitación, su rostro lleno de furia juvenil.

"¡Lucharé por ti, padre! ¡No dejaré que te hagan esto!", gritó.

Don Alejandro negó con la cabeza. "Es demasiado peligroso, hijo. Este cartel no juega según las reglas."

Pero Mateo era terco, impulsado por el amor a su padre.

La escena cambió a una calle oscura. Mateo se reunía con un supuesto informante. Era una emboscada. Varios hombres lo rodearon, golpeándolo sin piedad. Vi con horror cómo uno de ellos le rompía la pierna con un tubo de metal. El sonido del hueso al romperse resonó en la memoria.

En la sala del tribunal, un jadeo colectivo recorrió a la multitud. Mateo se tocó instintivamente la pierna, su rostro pálido al revivir el dolor.

La visión continuó. Don Alejandro fue arrestado, arrastrado fuera de su casa ante los flashes de las cámaras. La reputación de la familia, construida durante un siglo, se hizo añicos en un instante. Sus cuentas bancarias fueron congeladas. Sus amigos y aliados les dieron la espalda.

La familia estaba al borde del colapso.

Una noche, encontré a Doña Isabel llorando en la capilla de la casa.

"Lo hemos perdido todo, Ximena", sollozó. "Mi esposo en la cárcel, mi hijo herido... Este es el fin."

Fue entonces cuando tomé una decisión.

La memoria me mostró abriendo una caja fuerte oculta detrás de un cuadro, una que Don Alejandro me había mostrado en caso de emergencia. Dentro había dinero en efectivo y joyas, el último recurso de la familia.

Lo tomé todo y desaparecí.

La visión no mostró a dónde fui, solo el efecto de mi partida. Mateo, postrado en cama con la pierna rota, me maldijo por abandonarlos en su peor momento. Doña Isabel creía que había huido con su dinero, una ladrona desagradecida.

Durante meses, fui la villana en su historia.

Entonces, la escena final de la memoria se materializó.

Un almacén sucio y mal iluminado. El aire olía a óxido y miedo.

Estaba de pie frente al hombre más temido de la ciudad: el jefe del cartel, Rojas. Un hombre con ojos de tiburón y una cicatriz que le cruzaba la cara.

Estaba sola.

Puse una maleta llena de dinero y joyas sobre una mesa entre nosotros.

"Esto es todo lo que tengo", mi voz temblaba en la memoria. "Es por la libertad de Don Alejandro."

Rojas se rió, un sonido áspero y cruel.

"El dinero es un buen comienzo, niña. Pero mi respeto no es tan barato."

Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, una mirada sucia que me hizo sentir desnuda y profanada.

"Para borrar la ofensa de los de la Vega", dijo lentamente, "necesitaré un pago más... personal."

La visión no mostró los detalles de lo que sucedió en ese almacén durante los días siguientes. No necesitaba hacerlo. El horror, la humillación y el dolor estaban grabados en mi rostro cuando la escena cambió a mi regreso a la mansión.

Estaba más delgada, con la mirada vacía y moretones apenas ocultos por el maquillaje.

Unos días después, Don Alejandro fue liberado. Todas las pruebas en su contra se desvanecieron misteriosamente. El caso fue desestimado.

La visión terminó.

Caí al suelo, temblando violentamente. La sala del tribunal estaba en un silencio atónito.

Nadie me llamó demonio esta vez.

La confusión había reemplazado al odio en sus rostros.

Mateo me miraba fijamente, su mandíbula apretada. El odio en sus ojos había sido reemplazado por una tormenta de emociones que no podía descifrar: shock, culpa, confusión.

"Tú...", susurró, incapaz de formar una frase completa. "¿Tú hiciste eso... por nosotros?"

Carla se apresuró a su lado, su rostro una máscara de falsa simpatía.

"Qué noble sacrificio, por supuesto", dijo, su voz goteando sarcasmo. "Pero eso solo hace que todo sea más confuso, ¿no es así, mi amor? ¿Por qué una chica dispuesta a sacrificarse tanto por esta familia, de repente los asesinaría a sangre fría?"

Tenía razón. La paradoja era aún mayor ahora.

Mateo se pasó una mano por el pelo, claramente atormentado.

"Necesito saber qué pasó esa noche", dijo, su voz apenas un susurro. "Necesito la verdad completa."

Miró al guardia.

"La tercera dosis. Ahora."

            
            

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