Yo acababa de decir "sí" a la propuesta de Mateo. Él había salido a compartir la feliz noticia con el resto de la familia y organizar una celebración improvisada. Me dejó sola en la biblioteca para que pudiera admirar mi anillo.
Pero no estaba sola.
La visión mostró a Don Alejandro entrando en la habitación. Su rostro estaba pálido como un fantasma. En sus manos, sostenía una cuerda gruesa, ya atada con un nudo corredizo.
Corrí hacia él, arrancándole la soga de las manos.
"¡Don Alejandro! ¿Qué está haciendo?", grité en la memoria.
Él se derrumbó en una silla, su cuerpo sacudido por sollozos.
"No puedo más, Ximena. No puedo vivir con esta culpa."
Lo miré, confundida. "¿Qué culpa?"
Levantó la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas y una agonía insoportable. Y entonces, confesó.
"La mina, Ximena. La que destruyó tu aldea... la que te envenenó."
Mi corazón se detuvo.
"Yo era el abogado principal de esa compañía cuando era joven", continuó, su voz rota. "Sabía de las fugas de químicos. Sabía que estaban contaminando el río. Pero era ambicioso, quería ascender. Así que ayudé a encubrirlo. Falsifiqué informes, soborné inspectores... Enterré la verdad."
El mundo a mi alrededor se desmoronó. El hombre que me había salvado... era la causa de mi destrucción. El arquitecto de mi orfandad.
"Te busqué durante años", sollozó. "Cuando supe que había una superviviente, me consumió la culpa. Encontrarte, traerte aquí, cuidarte... no fue caridad, Ximena. Fue mi intento de penitencia. Un intento egoísta de aliviar mi propia alma manchada."
Me quedé paralizada, incapaz de procesar sus palabras.
"Ahora, un periodista ha desenterrado la historia", dijo, su voz temblando. "Va a publicarlo todo. El escándalo destruirá el nombre de nuestra familia, un nombre que ha sido honorable durante cien años. Pero lo peor de todo... destruirá a Mateo. Su carrera, su futuro, su espíritu. No sobrevivirá a la vergüenza de saber que su padre es un monstruo y que el amor de su vida es una víctima de ese monstruo."
"No puedo permitir que eso suceda", dijo, mirándome con una desesperación aterradora. "Hay solo una manera de protegerlo."
Se levantó, su mirada intensa y suplicante.
"Mátame, Ximena. Mátanos a todos."
Retrocedí horrorizada. "¿Qué?"
"Isabel lo sabe. El resto de la familia también. Todos estamos de acuerdo. Es el único sacrificio que puede salvar a Mateo. Tienes que hacerlo tú. Haz que parezca una venganza, como si un viejo enemigo de la familia hubiera regresado. Nadie sospechará de ti, la chica a la que amamos como a una hija. Mateo quedará como la víctima trágica, no como el hijo de un criminal. Heredará todo, libre de la mancha de mis pecados. Podrá vivir una vida honorable."
Me rogó, se arrodilló ante mí, el gran Don Alejandro de la Vega, suplicando por la muerte.
"Es tu venganza, Ximena. La que te mereces. Y es nuestro último acto de amor por nuestro hijo. Por favor... libéranos de esta culpa y salva a nuestro Mateo."
La visión mostró mi tormento. Mi alma se partía en dos. El amor por el hombre que me salvó chocaba con el odio por el hombre que destruyó mi mundo. El amor por Mateo por encima de todo.
Finalmente, con lágrimas corriendo por mi rostro, asentí.
La escena cambió. Se convirtió en una pesadilla.
Yo, con la pluma de compromiso de Mateo en la mano, moviéndome por la casa como un fantasma.
Entré en el comedor. La familia estaba reunida. Doña Isabel me sonrió, una sonrisa triste y resignada.
"Hazlo rápido, querida. Y recuerda, te amamos."
Uno por uno, los maté. La visión no se recreó en la violencia, pero la implicación era clara y devastadora. Cada miembro de la familia me miraba con una mezcla de miedo y aceptación, un sacrificio voluntario.
La visión terminó.
El silencio en la sala del tribunal era pesado, sofocante.
La multitud ya no me miraba con odio. Me miraban con una mezcla de horror, piedad y asombro.
Pero toda su atención se desvió rápidamente de mí hacia Mateo.
Susurros envenenados llenaron la sala.
"Así que él es el hijo del diablo."
"Toda su fortuna está construida sobre la sangre de inocentes."
"Ella no es la asesina. Es la ejecutora de una justicia tardía."
Mateo se tambaleó hacia atrás, como si hubiera sido golpeado físicamente. Su rostro estaba blanco como el papel. Miró sus manos, las manos de un hombre cuyo legado estaba manchado de sangre y crimen.
"No... no puede ser", tartamudeó, mirando el espacio vacío donde la visión había estado. "Mi padre... él no..."
Carla lo sostuvo, su rostro una perfecta actuación de shock y apoyo.
"Oh, Mateo, mi amor... qué terrible verdad. Pero no es tu culpa. Eres inocente."
Pero sus palabras no lo alcanzaron. Él estaba atrapado en su propia pesadilla. La base de su mundo, la bondad y el honor de su padre, había sido demolida.
Y yo lo había hecho. Había protegido su futuro al destruir su pasado.
Mi cuerpo estaba fallando. Tres dosis de la planta eran demasiado. La oscuridad se cernía en los bordes de mi visión.
Pero no podía morir todavía.
No hasta que él supiera la verdad completa. La verdad real.
Con la última pizca de fuerza que me quedaba, me lancé hacia adelante. Mateo, sorprendido, no pudo reaccionar a tiempo.
No fui a por él. Fui a por el pequeño amuleto que siempre llevaba colgado al cuello. Un saquito de tela que yo misma había cosido para él, lleno de hierbas protectoras de mi tierra.
Se lo arranqué del cuello.
Él gritó, más por sorpresa que por dolor.
Ante los ojos atónitos de todos, me llevé el saquito a la boca, rompí la tela con los dientes y me tragué su contenido.
Dentro no solo había hierbas.
Había una cuarta planta de "Lágrima del Alma". Más pequeña, más oscura, casi negra. La más potente de todas.
Una que Don Alejandro, en un momento de lucidez justo antes de morir, había deslizado en mi mano en secreto, susurrando una sola palabra: "Carla".
El efecto fue instantáneo y cataclísmico.