Al llegar a casa, a nuestro apartamento en Madrid, el silencio me recibe como un golpe.
Durante meses, este silencio ha sido mi tortura, un recordatorio constante de su ausencia.
Ahora, es el lienzo en blanco para mi plan.
Voy directa al despacho y enciendo el ordenador. Abro los archivos de las cámaras de seguridad que instalamos por "protección".
La ironía es amarga.
Retrocedo las grabaciones. Semana a semana. Día a día.
Y ahí están.
Javier e Isabella. En nuestra cama. En nuestro sofá. Bebiendo mi vino. Usando mis copas.
Lo hicieron mientras yo recorría cada hospital y cada morgue de Navarra, con su foto en la mano, el corazón en un puño, preguntando a extraños si habían visto a mi marido desaparecido.
La rabia sube por mi garganta, caliente y espesa.
No lloro.
Apago el ordenador.
Voy a la cocina, mi santuario. Abro el frigorífico. Saco verduras, carne, especias.
Cocinar siempre me ha calmado. Picar, saltear, reducir. El orden en medio del caos.
Pero esta noche, no cocino para calmarme.
Cocino para afilar mi mente.
Cada corte del cuchillo contra la tabla es preciso, metódico.
Estoy preparando mi estrategia.
A la mañana siguiente, con el sol entrando por la ventana, redacto un correo electrónico.
El asunto: "Misa en memoria de Javier".
El texto es breve, solemne. Anuncio una misa conmemorativa para la semana siguiente en una prestigiosa iglesia de Madrid, para honrar la vida y el "trágico final" de mi amado esposo.
Lo envío a toda la prensa, a la cuadrilla de Javier, a sus amigos, a su familia, a todo el mundo taurino.
Mi teléfono empieza a sonar casi al instante.
Son sus "amigos", los mismos que brindaban con él en Sevilla.
"¿Estás loca? ¿Cómo te atreves?".
"¡Él va a volver, desagradecida!".
No contesto. Dejo que sus insultos se pierdan en el buzón de voz.
Entonces, entra una llamada de un número desconocido. Dudo, pero contesto.
"¿Sofía?".
Es Mateo. El apoderado de Javier. El hombre de negocios respetado, de una familia ganadera de prestigio. El hombre que apadrinó a Javier y que siempre me ha mirado con una extraña mezcla de respeto y tristeza.
"Mateo. Qué sorpresa".
"Acabo de recibir tu correo. Lo siento mucho, Sofía. Pero hay algo que debes saber".
Su voz es grave, seria.
"Javier no está desaparecido. Está en Sevilla. Y no está solo".
"Lo sé", digo, mi voz firme. "Yo también lo vi".
Hay un silencio al otro lado. Luego, un suspiro.
"Entonces, supongo que esto no te sorprenderá".
Suena una notificación en mi móvil. Un vídeo.
Lo abro.
Es Javier, en el tablao flamenco. Besando a Isabella. No es un beso de amigos. Es un beso largo, apasionado, de amantes que no se esconden.
"Gracias, Mateo", digo, y la gratitud en mi voz es real. "Me has confirmado lo que ya sospechaba".
"Haré cualquier cosa para ayudarte, Sofía. Ese miserable no merece tu lealtad".
"Entonces, ven a la misa", le digo. "Quiero que seas testigo".
"Allí estaré", responde sin dudar.