Mi teléfono vibró sobre el mantel de lino. Un mensaje de una amiga. Ignoré la charla sobre fondos de inversión y abrí el mensaje. No era un texto, era un vídeo. Mi pulso se aceleró. Le di al play y la pantalla se llenó con la imagen de un reservado en un club de jazz.
Allí estaba Alejandro. Y no estaba solo. Una chica joven, con el pelo suelto y una risa descarada, se inclinaba sobre él. Sus manos estaban en su pecho. Él le susurraba algo al oído y ella se reía, echando la cabeza hacia atrás. Luego, la besó. No fue un beso discreto. Fue un beso largo, profundo, hambriento.
El mundo a mi alrededor se quedó en silencio.
"Disculpadme un momento", dije con una voz que no reconocí como la mía. Me levanté, con la espalda recta, y caminé hacia la salida sin mirar atrás.
No fui al tocador. Salí del hotel y me metí en el primer taxi que vi. "Lléveme al centro, a cualquier parte".
El taxista me llevó a un tablao flamenco en una callejuela cerca de la Plaza Mayor. Un lugar al que no había vuelto desde que era una adolescente.
Dentro, el olor a vino y madera me golpeó. Pedí una botella entera de Rioja, uno de los nuestros, y me senté en un rincón oscuro.
En el escenario, un guitarrista tocaba con una furia que me arañaba el alma. Era joven, mucho más joven que yo, con el pelo oscuro y revuelto y una intensidad en los ojos que me quemaba incluso a distancia. Bebí, copa tras copa, hasta que el dolor se convirtió en un calor imprudente.
Cuando el local cerró, él se acercó a mi mesa. "¿Estás bien?". Negué con la cabeza.
Esa noche, en un pequeño apartamento encima del tablao, me aferré a él como una náufraga. Fue un acto de pura venganza, un grito silencioso contra la humillación, y me sentí viva por primera vez en años.
Desperté con la luz gris de la mañana filtrándose por una ventana sucia. Él estaba sentado en una silla, vestido solo con unos vaqueros, observándome. No había rastro de sueño en su mirada, solo una curiosidad directa y sin filtros.
"Pensé que te habías escapado".
Su voz era grave, con un ligero acento del sur. Me senté, buscando mi ropa esparcida por el suelo. Me sentía torpe, expuesta.
"Tengo que irme".
"Claro", dijo, sin moverse. "Pero no pensarás que te voy a dejar ir sin más, ¿verdad?".
Se levantó y me tendió mi propio teléfono. En la pantalla, había escrito un número. "Soy Mateo. Por si quieres repetir". Su sonrisa era provocadora, casi insolente. Cogí el teléfono sin mirarlo y salí de allí a toda prisa.
En el taxi de vuelta a nuestra mansión en La Moraleja, el recuerdo de mi padre me asaltó. Recordé sus aventuras, el dolor constante en los ojos de mi madre. Me casé con Alejandro precisamente por eso.
Porque era predecible, controlado, impecable. Creí que su frialdad era una garantía de integridad. Qué amarga ironía. Había huido de un tipo de dolor solo para encontrar otro, más frío y humillante.
La casa estaba silenciosa y vacía. Alejandro aún no había vuelto. Subí a mi habitación y me di una ducha larga, tratando de borrar el olor a tabaco, a vino y a la piel de Mateo. Me puse uno de mis vestidos de seda, me peiné y me senté en el salón a esperarlo, intentando recomponer la máscara de esposa perfecta.
Alejandro llegó a media mañana. Entró con su maletín en la mano, impecable como siempre. Me dio un beso en la mejilla, un roce frío y protocolario.
"Buenos días", dijo, aflojándose la corbata. "La reunión de anoche se alargó más de lo previsto".
Dejó una pequeña caja de terciopelo azul de Tiffany & Co. sobre la mesa de centro. El gesto de siempre. Una compensación, no una disculpa.
"¿Una reunión productiva?", pregunté, con una calma que me helaba por dentro.
"Lo de siempre. Inversores, nuevos proyectos", respondió, dirigiéndose ya hacia las escaleras. Su voz era evasiva, distante. No me miró a los ojos. No necesitaba hacerlo. La mentira flotaba entre nosotros, tan densa como el silencio de la casa.
Mientras se duchaba, vi su maletín sobre una butaca. Enganchada en la correa de cuero, había una bufanda de seda barata, de un color fucsia chillón. No era mía. Debió de olvidarla ella. La toqué. La tela era áspera, sintética. La prueba física de la traición.
Sentí un dolor agudo, pero debajo de él, una extraña y oscura calma. Él tenía su secreto. Ahora, yo tenía el mío. Estábamos en paz. Una paz podrida, pero paz al fin y al cabo.
Mi teléfono vibró en mi bolsillo. Lo saqué, esperando un mensaje de mi padre o de la oficina. Pero era un número desconocido.
"Espero que hayas llegado bien a casa. Ya te echo de menos. Mateo".