Mi Ex-esposo Quiso Comprarme, Yo Le Di una Lección
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Capítulo 4

Decidí enterrarme en el trabajo. Era mi única salida. Revisé los planes de expansión de las Bodegas Valbuena, organicé reuniones, viajé a nuestros viñedos en La Rioja. Cualquier cosa para no pensar en Alejandro, en Carla, en la farsa que era mi vida.

Una mañana, mi padre me llamó. "Sofía, el Festival de Flamenco de Jerez nos ha pedido patrocinar la gala de este año. Quieren que vayas tú a representarnos. Es un gran escaparate".

Jerez. El corazón se me encogió. No había vuelto desde que abandoné el baile. Era un lugar lleno de fantasmas.

"Papá, no sé si..."

"Es importante, hija. Y sé que te gusta. Ve".

Acepté. Quizás era hora de enfrentarme a esos fantasmas.

Al llegar a Jerez, el director del festival, un viejo amigo de la familia llamado Manuel, me recibió con un abrazo.

"¡Sofía! Qué alegría verte. Tu padre me dijo que vendrías. Por cierto, tu marido es un gran mecenas del arte. Lleva años haciendo una donación anónima muy generosa al festival".

Me quedé de piedra. "¿Alejandro?".

"Sí. Desde hace cinco años. Nunca ha querido reconocimiento público. Solo pide una cosa a cambio: una copia de la fotografía ganadora del concurso de cada año".

No tenía sentido. Alejandro odiaba el flamenco. Lo consideraba vulgar, poco refinado.

Manuel me guio por el teatro, mostrándome los preparativos. En una pared del vestíbulo colgaban las fotos ganadoras de los últimos años. Me detuve frente a la de hacía cinco años.

Era una foto en blanco y negro, casi una silueta. Una bailaora en pleno zapateado, el vestido volando a su alrededor, la cabeza echada hacia atrás en un gesto de pura pasión. La luz la envolvía de una manera que solo podía describirse con una palabra: duende.

"Esta es su favorita", dijo Manuel, señalando la foto. "Dice que captura la esencia del flamenco como ninguna otra. Lleva años buscando a la bailaora. Nadie sabe quién es".

Sentí un escalofrío. Porque yo sí sabía quién era. Era yo.

Esa noche, en la gala, Alejandro apareció por sorpresa.

"He pensado que debía acompañarte. Dar una imagen de unidad", dijo, ofreciéndome su brazo.

Estábamos posando para los fotógrafos cuando un periodista se acercó demasiado, casi empujándome.

De forma instintiva, Alejandro puso un brazo a mi alrededor, apartando al hombre con una mirada gélida.

"Más despacio", le dijo con dureza.

Fue un gesto protector, casi automático. Me sorprendió. Por un segundo, sentí una punzada de la vieja esperanza, esa tonta idea de que quizás, en el fondo, le importaba.

Más tarde, mientras él hablaba con unos empresarios, me retiré a un balcón para tomar un poco de aire. La puerta se quedó entreabierta y pude oír su conversación.

"Sí, mi mujer", decía Alejandro con un tono de aburrimiento. "Le gusta este tipo de cosas. Un poco folclóricas para mi gusto, pero es bueno para la imagen de las bodegas. Hay que mantenerla contenta".

"Es muy elegante", comentó otro hombre.

"Sí, es... correcta", respondió Alejandro. "Pero le falta pasión, ¿sabes? Le falta... duende".

La palabra me golpeó como una bofetada. Duende. La misma palabra que usó Manuel. La misma que definía la foto que tanto le obsesionaba. La misma cualidad que él creía que yo no tenía, sin saber que la mujer que idealizaba y la mujer con la que dormía eran la misma persona.

            
            

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