La Musa Rota del Bailaor
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Capítulo 1

El taconeo de Javier Reyes, mi marido, resonó como un trueno final en el tablao. El público de "El Duende Rojo" se puso en pie, gritando "¡Olé!".

Él, con el pecho agitado y el sudor brillando en su frente, se acercó al borde del escenario. Sus ojos oscuros me buscaron en el palco de honor.

"Esta noche", dijo con voz rota por la emoción, "mi alma y mi arte son para ella. Para mi musa, mi esposa, Isabela".

Las cámaras se giraron hacia mí. Sonreí, como siempre. Era mi papel. La esposa devota, la inspiración del genio.

Todos en Sevilla creían en nuestro amor de leyenda.

Yo también lo creía, hasta hace dos semanas.

Mi móvil vibró en mi bolso. No necesitaba mirarlo. Sabía que no era nadie importante. Nadie me buscaba a mí.

Pero un impulso me hizo abrirlo. Un número desconocido.

Era una foto. Borrosa, tomada de lejos. La Feria de Abril. Javier, de espaldas, abrazaba con fuerza a una mujer. Su mano estaba en la cintura de ella. En su muñeca, brillaba la pulsera de plata que un artesano de Córdoba hizo solo para él. Un regalo mío.

Cerré el móvil. La sonrisa seguía en mi cara. El aplauso seguía sonando.

Más tarde, en nuestra casa, el silencio era denso. Javier llegó tarde. Olía a un perfume floral que no era el mío.

"Tuve que consolar a Sofía", dijo, quitándose la chaqueta. "Está pasando por un mal momento personal".

Sofía Moreno. Su bailaora estrella. Su protegida.

Asentí. No dije nada.

"Sé que te he descuidado", continuó, acercándose. "Perdóname, mi vida".

Me entregó una caja de terciopelo. Dentro, un espectacular collar de filigrana de oro. Antiguo, pesado.

"Una pieza única. Como tú", susurró.

Me lo puse. El metal estaba frío contra mi piel.

Días después, encendí la televisión. Un programa de sociedad entrevistaba a la compañía de flamenco de Javier antes de su gira.

Sofía sonreía a la cámara, hablando de su pasión por el baile.

En su muñeca, llevaba una pulsera. De filigrana de oro. Idéntica a mi collar.

El presentador le preguntó por la joya.

"Un regalo del maestro", dijo Sofía, mirando directamente a la cámara. "Por mi entrega".

Esa noche, no pude dormir. La duda me comía por dentro.

Conduje hasta el tablao. Estaba cerrado, oscuro. Pero una luz se filtraba desde la sala de ensayos privada.

Me acerqué en silencio. La puerta estaba entornada.

No estaban ensayando.

Javier y Sofía estaban contra la pared de espejos. Sus cuerpos entrelazados. Él le susurraba algo al oído. Ella reía. La imagen se repetía hasta el infinito en los reflejos.

Él le besó el cuello. Escuché su voz, un murmullo grave.

"Eres mi fuego, Sofía. Mi verdadero duende".

Las palabras que antes eran mías.

Me di la vuelta. No hice ruido. Volví al coche y me quedé allí, mirando la fachada del edificio.

Mi teléfono sonó. Era Javier.

"Mi amor, ¿dónde estás? Te echo de menos".

Su voz sonaba tan sincera. Tan cariñosa.

"Estoy un poco cansada. Creo que me iré a la cama", mentí.

"Descansa, musa. Mañana te espera un día lleno de belleza".

Colgué. Miré el collar que aún llevaba puesto. Se sentía sucio.

Llamé a mi mejor amiga, Clara.

"Isa, ¿estás bien? Tu voz suena rara".

"Clara, ¿crees que Javier me controla?".

Hubo un silencio. "Siempre he pensado que es... intenso. Posesivo. ¿Por qué lo preguntas ahora?".

No le conté lo que vi. Me quité el collar y lo dejé en el asiento del copiloto.

"Por nada. Solo pensaba".

Volví a casa. Me metí en la cama. Cuando Javier llegó, fingí estar dormida. Se acostó a mi lado, me abrazó y suspiró.

"Mi Isabela. Mi pureza".

Sentí náuseas.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, revisé las redes sociales. Sofía había publicado una foto nueva.

Era un primer plano de su muñeca, con la pulsera de filigrana. De fondo, desenfocado, se veía el cabecero de una cama.

El cabecero de la cama de la habitación de invitados de nuestra casa.

            
            

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