Yo pasaba por allí. Me senté a su lado, saqué un pañuelo y le limpié el sudor de la frente.
"El arte duele a veces", le dije.
Él me miró con una intensidad que me asustó y me atrajo a partes iguales.
Otro recuerdo. Un incendio en los laboratorios de química de la facultad. El pánico, el humo. Yo me quedé atrapada en la biblioteca, al otro lado del campus.
Javier corrió a través del caos. No para ayudar a apagar el fuego. Corrió para buscarme. Rompió una ventana para entrar y me sacó en brazos, tosiendo por el humo.
"No podía vivir en un mundo donde tú no estuvieras", me dijo, con la cara manchada de hollín.
Todos hablaron de su devoción. El artista que arriesgaba todo por su musa.
Después de casarnos, su protección se volvió asfixiante.
Una vez, planeé un viaje de investigación a Italia, sola. Dos semanas.
Cuando se lo dije, su rostro se descompuso. Esa noche, lo encontré en su estudio, golpeando la pared con el puño cerrado hasta hacerse sangre.
"No me dejes", suplicó. "No sé quién soy sin ti".
Cancelé el viaje. Me sentí culpable por haberle causado tanto dolor.
Ahora, sentado a mi lado en el sofá, me tendió otra caja de terciopelo.
"Sé que el collar no fue suficiente. Esto es para sellar nuestro amor, para siempre".
Era un anillo. Una esmeralda rodeada de diamantes. Impresionante.
"Quiero renovar nuestros votos cada año, Isabela. Para que nunca dudes de mi amor".
Me quedé sin palabras. La culpa me invadió. Quizás estaba exagerando. Quizás lo de Sofía era un error, una debilidad momentánea.
Me puse el anillo. Le di las gracias.
Ese fin de semana, había una gala benéfica. La élite de Andalucía estaría allí.
Me puse mi mejor vestido. Javier me miraba con adoración.
"Eres la mujer más bella del mundo".
En la gala, todo eran sonrisas y felicitaciones. Éramos la pareja perfecta.
Entonces, la vi.
Sofía, del brazo de un productor, riendo a carcajadas.
Y en su dedo, un anillo. Una esmeralda rodeada de diamantes.
Idéntico al mío.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Me apoyé en una columna para no caer.
Javier se acercó. "¿Qué pasa, mi amor? Estás blanca como el papel".
"Nada. Es el calor".
Más tarde, en la pista de baile, Javier intentó abrazarme. Me aparté.
"No me toques", dije, con una voz que no reconocí.
Su sonrisa se borró. "¿Qué te ocurre, Isabela?".
No contesté. Me di la vuelta y caminé hacia el tocador de señoras.
Cuando volví, Javier estaba hablando con un amigo. Su expresión era de preocupación.
"No sé qué le pasa. Está muy frágil últimamente".
Me acerqué a ellos. Javier me rodeó los hombros con el brazo.
"¿Mejor, mi vida?".
Vi una marca roja en su cuello, justo debajo de la oreja. Un arañazo fino y reciente.
De repente, un trueno retumbó fuera. La lluvia empezó a golpear los ventanales.
Un miedo irracional me recorrió. Desde niña, las tormentas me aterrorizan.
"Javier, vámonos a casa. Por favor".
"Claro, mi amor. Lo que tú quieras".
Justo entonces, su móvil sonó. Lo miró. Era un mensaje de Sofía.
"Tengo miedo de la tormenta. ¿Puedes venir?".
Javier me miró. "Cariño, ha surgido una emergencia en el tablao. Una gotera. Tengo que ir. Vete tú con el chófer, ¿sí? No tardaré".
Se fue antes de que pudiera responder.
Me quedé sola, en medio de la gala, mientras la tormenta arreciaba.
Abrí mi teléfono. Sofía había publicado una nueva foto en su historia.
Era una selfie. Estaba en un coche, con el pelo mojado por la lluvia. Detrás de ella, la mano de un hombre le secaba el pelo con una toalla.
En la muñeca de ese hombre, la pulsera de plata de Córdoba.
El pie de foto decía: "Mi héroe, siempre cuidando de mí".