La Musa Rota del Bailaor
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Capítulo 4

La reacción de Javier fue tan pública y furiosa que todos se quedaron en silencio.

Pero entonces, hizo algo inesperado.

Dejó a Sofía en una silla, se acercó a mí y me abofeteó.

El sonido resonó en la sala.

"¡Pídele disculpas!", me gritó.

Me quedé helada, con la mejilla ardiendo. El shock me paralizó.

Luego, se giró hacia el público. Su rostro cambió. Ahora era el marido dolido y avergonzado.

"Disculpen a mi esposa. Está bajo mucho estrés. No era su intención".

Se acercó a Sofía, que lloriqueaba en la silla.

"Tú", le dijo con frialdad. "Te has vuelto arrogante. Crees que eres la estrella. Nadie es indispensable. Estás fuera de la actuación principal de mañana. Necesitas una lección de humildad".

Sofía lo miró, con los ojos llenos de lágrimas y sorpresa.

Javier entonces se arrodilló frente a mí, delante de todos. Tomó mi mano.

"Perdóname por haberte gritado, mi amor. Pero no puedo tolerar la violencia".

La sala empezó a murmurar. Javier había castigado a la víctima aparente y defendido a su esposa. Había salvado las apariencias.

Yo sabía la verdad. El "castigo" a Sofía no era real.

Al sacarla de la actuación principal, le daba tiempo para "recuperarse" de su falsa lesión. Y al culparla de arrogancia, la estaba poniendo en su sitio, recordándole quién mandaba. Era una promoción disfrazada, una forma de darle más poder en la sombra.

Me sentí vacía. Observé cómo Javier seguía consolándome, pero sus ojos se desviaban constantemente hacia Sofía.

Un joven guitarrista se acercó a Sofía para preguntarle cómo estaba.

Javier se levantó de inmediato. Se interpuso entre ellos.

"Ella necesita descansar. Déjala en paz".

Se llevó a Sofía a su despacho, supuestamente para hablar de su "castigo".

Me quedé sola. Noté que me había hecho un corte en la mano al caer. Sangraba un poco.

Nadie se dio cuenta. Ni siquiera Javier, que había estado arrodillado a mis pies.

Me acerqué a la puerta de su despacho. Estaba cerrada. Oí sus voces.

"¿Estás contenta?", decía Javier. "Casi lo arruinas todo".

"Tú me defendiste", susurró Sofía. "Sabía que lo harías. Me amas a mí".

"No confundas las cosas. Isabela es mi esposa. Tú eres mi deseo. Necesito a las dos".

"Pero si tuvieras que elegir...", insistió ella.

Hubo un silencio. Luego, un sonido suave. Un beso.

"No me hagas elegir, Sofía".

Sentí que me ahogaba. Me alejé de la puerta.

Unos minutos después, mi teléfono vibró. Una nueva publicación de Sofía.

Era una foto de sus pies descalzos sobre un escritorio de caoba. El escritorio de Javier. Al lado de sus pies, una copa de vino y la pulsera de filigrana.

El pie de foto: "Negociaciones duras. Pero siempre consigo lo que quiero".

Me sentí destrozada.

Cuando Javier salió del despacho, vino directamente hacia mí.

"Todo arreglado. Vámonos a casa, mi amor".

Actuaba con total normalidad. Me abrazó. Olía a su perfume, pero también a ese perfume floral de Sofía. Se había limpiado, pero no lo suficiente.

En el coche, le pregunté: "¿Crees que la devoción es algo que se puede fingir?".

Me miró, extrañado. "La verdadera devoción no se puede fingir. Se siente. Como lo que yo siento por ti".

No se dio cuenta de la ironía.

Llegamos a casa. Siguió con su papel de marido atento. Me preparó un té. Me puso música clásica.

Pero sus ojos estaban pegados al teléfono, esperando un mensaje.

Sabía que su mente, su cuerpo y su alma estaban con ella. Y yo era solo un fantasma en mi propia casa.

                         

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