Mi plan era perfecto: le confesaría mi amor a Mateo Vargas, el chico más popular de la universidad, en una hermosa terraza que alquilé con mis ahorros.
Pero justo antes de que llegara, mi teléfono vibró con una notificación de una aplicación desconocida, revelando una transmisión en vivo de mi terraza.
Debajo del video, comentarios anónimos se burlaban: "¿Ya llegó la pobrecita?", "¿Cuánto creen que tardará en llorar?", y la peor de todas: "Leo es un genio. Usar al gemelo para la broma del siglo."
Todo el amor que sentía por Mateo se convirtió en hielo. ¿Cómo podía la persona en la que más confiaba humillarme de esa forma cruel? No entendía por qué, no entendía ese nivel de maldad.
Pero la rabia me dio una claridad que nunca antes había sentido. Cuando escuché sus pasos, apagué el teléfono y me volví con la sonrisa más dulce que pude fingir. El juego había cambiado. Y ahora, yo ponía las reglas.