Pasaron casi dos horas. El sol empezaba a caer, tiñendo el cielo de naranja. El grupo se había puesto nervioso. Murmuraban, miraban sus relojes y me lanzaban miradas de reojo, como si esperaran que me levantara y los salvara de su propia estupidez.
Yo permanecí sentada, bebiendo agua, disfrutando de una paz que no había sentido en mucho tiempo. Sofía, la guía en prácticas que me habían asignado, se sentó tímidamente a mi lado.
"Luciana... ¿estás segura de esto?", susurró. "Perderán la Compostela".
"Aprendizaje por consecuencias, Sofía", le dije en voz baja. "A veces es la única lección que funciona".
Justo en ese momento, Scarlett apareció a lo lejos, caminando con un contoneo exagerado, sin rastro de cojera. No venía sola. Traía una bolsa de tela llena de conchas de vieira pintadas con colores chillones y símbolos extraños.
"¡Chicos, miren lo que traje!", exclamó con su voz melosa, ignorándome por completo. "¡Amuletos de la suerte para nuestro último día! Para que el Apóstol nos proteja".
El grupo la rodeó con vítores y aplausos, el alivio evidente en sus rostros. Máximo la miraba con una devoción que daba náuseas.
"Eres la mejor, Scarlett. Siempre pensando en todos", dijo él, aceptando una concha pintada con una espiral deforme.
Comenzó el ritual. Scarlett entregaba una concha a cada uno, les daba un abrazo y posaba para la foto de rigor que Máximo se encargaba de sacar con el móvil. Cada foto, cada selfie, cada comentario para las redes sociales, era un clavo más en el ataúd de sus esperanzas.
"¡Pónganselas! ¡Que se vean bien en la Plaza del Obradoiro!", animaba ella.
Perdieron otros cuarenta minutos en esa tontería. Cuando por fin se colgaron las conchas al cuello y se dispusieron a caminar, el pánico empezó a filtrarse.
Uno de los chicos sacó el mapa de la etapa que yo les había dado esa mañana. Lo desdobló con manos temblorosas. Sus ojos se abrieron como platos.
"Chicos...", dijo con un hilo de voz. "El mapa... dice que desde aquí se tardan... se tardan cuatro horas a buen ritmo hasta la Catedral".
El silencio cayó sobre ellos. Todos miraron sus relojes. Eran casi las cinco de la tarde. La Oficina del Peregrino cerraba en tres horas.
El rostro de Máximo se puso pálido. La sonrisa de Scarlett flaqueó por un instante. El peso de la realidad los golpeó con la fuerza de un martillo.