"¡No puede ser!", gritó una chica, al borde de las lágrimas. "¡Hemos caminado durante un mes para esto!".
"¡Es tu culpa, Máximo!", acusó otro, señalándolo con el dedo. "¡Tú insististe en esperar!".
Máximo, pálido y sudoroso, se volvió hacia Scarlett, buscando ayuda. Ella, experta en desviar la atención, no lo decepcionó.
"¡Tranquilos!", dijo con una confianza forzada. "Conozco un atajo. Por el bosque. Mi abuelo me lo enseñó. Ahorraremos un montón de tiempo".
Una chispa de esperanza se encendió en los ojos del grupo. Un atajo. Una solución mágica. Se aferraron a ella como a un clavo ardiendo.
"¿Estás segura, Scarlett?", preguntó Máximo, desesperado.
"¡Claro que sí! Confíen en mí", respondió ella, guiñando un ojo.
Se adentraron en el bosque, siguiendo a su falsa profeta. Yo los observé desde la distancia, terminando mi botella de agua. Sofía me miró, horrorizada.
"Luciana, ese camino no lleva a ninguna parte. Es una antigua senda de leñadores que se pierde monte adentro".
"Lo sé", respondí, poniéndome la mochila. "Vamos, Sofía. Nosotras iremos por el camino de verdad. A nuestro ritmo".
Tomamos la ruta señalizada, la que conocía como la palma de mi mano. Caminamos sin prisa, disfrutando del paisaje, del sonido de nuestros pasos sobre la tierra. Llegamos a Santiago con tiempo de sobra, nos registramos en nuestro hotel y nos dimos una larga ducha caliente.
Cuando el sol se había puesto por completo, salimos a la Plaza del Obradoiro. La magnífica fachada de la Catedral se recortaba contra un cielo de color añil. Y entonces los vimos.
Salían del laberinto de callejuelas, sucios, arañados y exhaustos. Sus rostros eran un poema de desesperación. Llegaron corriendo a la puerta de la Oficina del Peregrino, solo para encontrarla cerrada a cal y canto.
Un guardia de seguridad les negó la entrada con un gesto impasible.
"Lo siento, chicos. Cerramos a las ocho en punto. Tendrán que volver mañana".
La derrota fue total. Algunos cayeron de rodillas, sollozando. La Compostela, el símbolo de su esfuerzo, se les había escapado de las manos.
Fue entonces cuando el guardia se fijó en las conchas pintadas que llevaban al cuello.
"Por cierto", dijo, con el ceño fruncido. "Esas conchas... pintarlas así con esos símbolos raros... aquí se considera una falta de respeto. Una burla. Tengan cuidado, que alguien podría denunciarlos por ofender los símbolos jacobeos".
La humillación se sumó a la derrota. El grupo, roto y furioso, se volvió hacia Máximo, el líder que los había guiado al desastre.
"¡Todo es por tu culpa!", le gritó uno, empujándolo.
Pero Scarlett, una vez más, tenía un plan. Señaló en mi dirección, donde Sofía y yo observábamos la escena desde una distancia prudencial.
"¡No! ¡Es culpa de ella!", chilló, su voz cargada de veneno. "¡La Inquisidora nos ha saboteado! ¡No nos avisó bien de los horarios! ¡Y seguro que usó la influencia de sus padres para que cerraran la oficina antes y vengarse de nosotros!".