Mi mentor de danza, Ricardo, sonó aliviado al otro lado de la línea.
"¡Esa es la actitud, muchacho! Sabía que no podías dejar pasar esto. París te está esperando. ¿Cuándo te vas?".
Miré el calendario en mi teléfono, mis dedos temblorosos.
"En quince días", respondí, mi voz más firme de lo que me sentía. "El día del cumpleaños de Luciana".
Había pasado meses diseñando y cosiendo a mano un traje de tango para ella.
Era mi obra maestra, el regalo que simbolizaba toda mi devoción. La razón por la que había estado a punto de renunciar a la beca.
Cuando volví a la mansión, empapado y con el corazón helado, lo saqué del armario.
La tela era suave, los bordados, perfectos.
Con una sonrisa triste, lo arrojé a la basura.
La fiebre que me provocó la lluvia me tuvo en cama dos días.
Al tercero, el asistente de Luciana, un hombre llamado Damián, vino a buscarme.
"La señorita Salazar requiere su presencia en el club de polo. Hay una reunión importante".
Me sentía débil, pero no tenía opción.
Llegamos al club. Damián me indicó que esperara en una pequeña sala contigua al salón principal.
La puerta estaba entreabierta. Pude escuchar las voces de los amigos de Luciana y la de Máximo.
"¿Así que este es el famoso juguete nuevo de Luciana?", dijo una voz femenina.
"Un bailarín de poca monta. Lo recogió de la calle para olvidarse de ti, Máximo", añadió otra voz.
Máximo rió.
"Siempre supe que volvería a mí. Aún guarda mis fotos. Me han dicho que incluso viajó a Europa en secreto solo para verme de lejos. Me enviaba regalos anónimos. Patético".
Escuché la voz fría y controlada de Luciana.
"Es mi asunto. Yo me encargaré de él".
La verdad me golpeó con la fuerza de un tren.
No era un sustituto. Era una herramienta. Un peón en su juego para darle celos a Máximo y recuperarlo.
La puerta se abrió de golpe. Máximo entró, arrastrándome del brazo hacia el salón.
"¡Miren a quién tenemos aquí! El protagonista de la historia".
Todos me miraron con desprecio. Me sentí desnudo, humillado.
Luciana se acercó, su rostro una máscara de normalidad.
"León, querido, ¿te sientes mejor?".
Me acarició la mejilla, pero sus ojos estaban fríos. Estaba actuando para ellos.
Luché por mantener la compostura, por no gritar, por no romper a llorar.
Comprendí mi lugar en ese instante.
Era un instrumento. Nada más.
Un tango triste que ella bailaba para otro.