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Al día siguiente, una falsa calma se había instalado en el taller. Yolanda me evitaba, ni siquiera me miraba. Por un momento estúpido, pensé que tal vez la confrontación del día anterior había sido suficiente. Quizás había entendido el mensaje.
Qué equivocada estaba.
A media tarde, Sasha me pidió que fuera al almacén de telas en el sótano a buscar unos rollos de licra. Era un lugar pequeño, aislado y con poca luz, un laberinto de estanterías metálicas que llegaban hasta el techo. El aire era denso y olía a polvo y a químicos textiles.
Mientras buscaba el color correcto, escuché el chirrido de la puerta metálica al cerrarse. Me di la vuelta y mi corazón dio un vuelco.
Yolanda estaba allí, bloqueando la única salida. Y no estaba sola.
A su lado, como un perro guardián obediente, estaba Máximo. Era aún más grande de lo que recordaba, un muro de músculos con una camiseta que le quedaba pequeña. Babeaba ligeramente por la comisura de la boca, y sus ojos vacíos se fijaron en mí.
«Pensaste que te ibas a librar de mí tan fácil, ¿no?», dijo Yolanda con una sonrisa torcida. «Ayer me humillaste. Hoy vas a aprender a respetar».
El miedo se apoderó de mí, frío y paralizante. Estaba atrapada.
«Máximo», dijo Yolanda, su voz melosa y cruel. «La señora Scarlett tiene algo para ti. Un regalo. Pero es tímida. Tienes que ayudarla a compartirlo».
El gigante dio un paso hacia mí, sus movimientos torpes pero decididos.
«Yolanda, no hagas esto», supliqué, retrocediendo hasta chocar con una estantería. «Esto es un crimen. Irás a la cárcel».
Ella se rio, una risa seca y sin alegría. «¿Quién le va a creer a una mujerzuela como tú? Yo soy una pobre viuda con un hijo enfermo. Tú eres la que me atacó ayer. Tengo testigos que dirán que tú empezaste».
Su astucia me dejó sin aliento. Lo tenía todo planeado.
«Máximo, atrápala», ordenó.
El joven se abalanzó. Grité y me escabullí por un pasillo estrecho entre dos estanterías.
«¡Para!», le grité, mi voz aguda por el pánico. «¡Si me tocas, te voy a pegar!».
Se detuvo por un segundo, confundido. La amenaza simple pareció penetrar la niebla de su mente. Miró a su madre, buscando instrucciones.
«No le hagas caso, mi amor», lo engatusó Yolanda. «Solo quiere jugar. Agárrala fuerte. Mamá te dará doble postre si lo haces».
La promesa de comida fue suficiente. Su confusión se desvaneció, reemplazada por una determinación animal. Volvió a avanzar, más rápido esta vez.
Me alcanzó en el fondo del almacén, acorralándome contra una pila de rollos de tela. Sus manos enormes se cerraron sobre mis brazos. Luché, pero era como pelear contra una pared de ladrillos.
Mientras él me sujetaba, Yolanda se acercó, sacando su teléfono. Abrió la cámara y empezó a grabar.
«Sonríe para la cámara, Scarlett», dijo con regodeo. «Esto nos servirá de seguro. Si vuelves a abrir la boca, todo el mundo verá lo puta que eres».
El horror me inundó. No solo querían asaltarme, querían humillarme, destruirme.
Máximo, siguiendo las órdenes no verbales de su madre, empezó a tirar de mi blusa. La misma que había remendado la noche anterior. Los botones saltaron, la tela se rasgó de nuevo, exponiendo mi sujetador de lactancia.
Sentí sus dedos torpes y húmedos sobre mi piel. El asco y el terror me dieron una nueva oleada de fuerza.
En mi desesperación, mi mano encontró algo que podía usar: su cabello. Tenía una mata de pelo grueso y grasiento. Agarré un puñado con todas mis fuerzas y tiré.
Gritó, un sonido agudo e infantil, y aflojó su agarre, sorprendido por el dolor.
«¡Suéltalo!», gritó Yolanda, y se abalanzó sobre mí.
No vi venir el golpe. Su puño se estrelló contra mi mejilla, y mi cabeza rebotó contra los rollos de tela. Las luces del almacén parpadearon. El dolor fue agudo y cegador. Caí al suelo, aturdida.
Máximo se sobaba la cabeza, lloriqueando. Yolanda estaba de pie sobre mí, con el rostro contraído por la furia.
«Ahora verás», dijo, levantando la mano para golpearme de nuevo.
Cerré los ojos, preparándome para el impacto.
Pero el golpe nunca llegó.
«¡YOLANDA! ¡QUÉ DEMONIOS ESTÁS HACIENDO!».
La voz de Sasha retumbó en el pequeño almacén.
Abrí los ojos. Sasha estaba en la puerta, con la cara pálida de ira. Había forzado la cerradura.
Yolanda se congeló, su mano todavía en el aire. La expresión de su rostro pasó de la furia al pánico en un instante.
Sasha no perdió un segundo. Se abalanzó, apartó a Yolanda de mí y se interpuso entre nosotras.
«¡Largo de aquí!», le gritó a Yolanda. «¡Tú y tu hijo, fuera! ¡Ahora!».
Yolanda, por primera vez, pareció asustada. Agarró a Máximo del brazo y lo arrastró fuera del almacén, sin atreverse a mirar atrás.
Sasha se arrodilló a mi lado. «Scarlett, ¿estás bien? ¿Te hizo daño?».
No podía hablar. Solo podía temblar, abrazándome a mí misma, con la blusa hecha jirones y la mejilla ardiéndome por el golpe. Las lágrimas que había contenido finalmente brotaron, calientes y amargas.
Estaba a salvo, por ahora. Pero el terror y la humillación se habían grabado a fuego en mi memoria.