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Acababa de ganar el premio gastronómico más importante de la Ciudad de México. Mi restaurante, "Corazón de México", era un éxito rotundo, y mi esposo, Iván, sonreía a mi lado para las cámaras, compartiendo mi gloria.
Pero esa sonrisa era una máscara. En casa, el trofeo dorado brillaba, mientras su mirada se fijaba en un viejo recorte de periódico. "Tú lo lograste, Luciana. Tú eres la estrella ahora", susurró con una voz vacía, que pronto explotó en un grito infernal.
"Si no fuera por ti, si no me hubieras empujado a seguir ese estúpido sueño de fútbol solo para después humillarme con tu éxito", bramó. Su mano se estrelló contra mi mejilla, tirándome al suelo.
El dolor fue agudo, pero el miedo peor. Vi la locura en sus ojos, la misma que había visto cuando rompía platos. "Tú me quitaste todo. Me quitaste mi oportunidad con Sasha. Me lo quitaste todo".
Sus manos se cerraron alrededor de mi cuello. Luché, arañé, pero su furia era más fuerte. Mientras el aire se escapaba, lo último que vi fue mi rostro distorsionado en el trofeo dorado.
Mi exitosa vida, mi amor, mi futuro... todo se desvanecía, ahogado por la envidia. ¿Por qué el triunfo se convertía en mi sentencia de muerte?
De repente, un rayo de sol me golpeó la cara. El olor a café y pan dulce llenaba el aire. Era mi antiguo dormitorio, diez años atrás. Mi carta de aceptación a la universidad estaba en la mesita de noche.
El teléfono sonó. Mi madre me llamó: "¡Iván, es Iván para ti!". Él también había vuelto. Esta vez, nadie me detendría.