La Venganza del Padre Quebrado
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Capítulo 2

Corrí como nunca antes lo había hecho, ni siquiera en mis mejores días en el ring. El camino de tierra hacia la finca estaba lleno de baches y barro por las lluvias recientes, pero no me importaba. Solo podía pensar en Máximo.

Encontré la llave oxidada en el buzón, exactamente donde Sylvia había dicho. Mis manos temblaban tanto que apenas pude insertarla en la cerradura de la bodega.

La puerta se abrió con un chirrido agudo.

Dentro, el olor a sangre era abrumador.

Máximo seguía allí, colgado de la puerta de roble. Estaba más pálido, su respiración era casi imperceptible.

"Máximo, hijo, estoy aquí."

Me arrodillé a su lado, sin saber por dónde empezar. Los clavos estaban hundidos profundamente en la madera. Intentar sacarlos solo le causaría más dolor, más daño.

Saqué mi teléfono para llamar a una ambulancia, pero no había señal. Ni una sola barra. La bodega estaba construida con gruesos muros de piedra, un búnker diseñado para aislar el vino, y ahora, para aislar mi desesperación.

"Papá...", susurró Máximo, abriendo los ojos con un esfuerzo sobrehumano.

"No hables, hijo, ahorra fuerzas. Encontraré la manera de sacarte."

Él negó débilmente con la cabeza. Una pequeña sonrisa triste se dibujó en sus labios ensangrentados.

"Toma esto...", dijo, moviendo la cabeza hacia el bolsillo de su chaqueta.

Metí la mano y saqué un sobre arrugado. Eran sus notas de la selectividad. Todo sobresalientes.

"Dáselas a mamá... Dile que lo conseguí. Quizás... quizás así se ponga contenta de nuevo. Como antes."

Una lágrima rodó por su mejilla, mezclándose con el sudor y la sangre.

"Máximo, no. Vas a dárselas tú mismo. Vas a ir a la universidad y te convertirás en el mejor enólogo del mundo, ¿recuerdas?"

Él cerró los ojos.

"Estoy cansado, papá."

Su pecho dejó de moverse.

El silencio que siguió fue absoluto, un vacío que lo consumió todo. Grité su nombre, una y otra vez, pero solo el eco de mi propia voz rota me respondió.

Me abracé a sus piernas, mi cuerpo sacudido por sollozos que no podía controlar. Mi hijo, mi brillante y sensible hijo, había muerto.

Y sus últimas palabras no fueron de odio, sino un intento desesperado por recuperar el amor de la mujer que lo había asesinado.

            
            

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