"¿Oyeron eso? El brujito nos va a maldecir a todos," dijo con sarcasmo. "Eres patético. No eres nadie. Sofía es una Mendoza. Yo soy un Torres. Juntos, valemos más de lo que tú y toda tu miserable aldea verán en cien vidas. ¿Y crees que puedes amenazarnos?"
Sebastián lo observó, sintiendo una vieja lección resonar en su mente. Su abuelo siempre le dijo que el verdadero poder no necesita anunciarse, simplemente es. Él había sido demasiado blando, había permitido que su poder fuera usado por gente que no lo merecía, que no lo respetaba. Había confundido un pacto de honor con un contrato de servidumbre. Ese error terminaba hoy.
Carlos sonrió, una sonrisa cruel y llena de superioridad.
"Pero mira, soy un hombre razonable," dijo, su tono volviéndose venenoso. "Te daré una oportunidad de salir de aquí sin los huesos rotos. Arrodíllate. Arrodíllate ahora mismo, frente a todos, y pídele perdón a Sofía por tu insolencia. Quizás entonces te dejemos ir."
Los guardaespaldas dieron un paso adelante, sus intenciones claras. La multitud contuvo el aliento, esperando el clímax del espectáculo.
Sebastián entrecerró los ojos, una mirada fría y analítica que pareció desnudar el alma de Carlos.
"Estás muy seguro de ti mismo, Carlos Torres," dijo Sebastián en voz baja. "Demasiado seguro para un hombre cuyo futuro pende de un hilo."
"¡Mi futuro es brillante!" ladró Carlos. "Tengo poder, tengo conexiones. ¡Tú no tienes nada! ¡Ahora arrodíllate o mis hombres te enseñarán modales!"
Sofía, que había estado observando con una mezcla de furia y satisfacción, perdió la paciencia. La calma de Sebastián la sacaba de quicio.
"¡Ya basta de hablar!" gritó. "¡Si él no lo hace, lo haré yo!"
Y por segunda vez, se lanzó hacia Sebastián. Esta vez no para arañar, sino para golpear, su puño cerrado apuntando a su cara.
El tiempo pareció ralentizarse. Sebastián vio el puño acercarse. Vio el odio en los ojos de Sofía. Y vio el amuleto de obsidiana en su cuello.
Justo en el instante en que su puño iba a hacer contacto, un sonido agudo y seco resonó en el patio, más fuerte que cualquier grito.
CRAC.
El amuleto de obsidiana, el corazón de la fortuna Mendoza, se partió en dos. Las dos mitades cayeron del cordón roto, golpeando las baldosas de cantera con un sonido final y hueco. Muerto.
El puño de Sofía se detuvo a centímetros de la cara de Sebastián. Todos los ojos se clavaron en los pedazos rotos de la piedra negra en el suelo.
Sebastián cerró los ojos por un momento, un suspiro profundo escapando de sus labios. No era un suspiro de alivio, sino de una profunda y resignada tristeza.
Abrió los ojos y miró a Sofía, cuyo rostro había perdido todo color.
"Se acabó," susurró Sebastián, pero su voz se escuchó en todo el patio silencioso. "Lo has hecho. Has condenado a tu familia. Ya no hay vuelta atrás."