Para ellos, yo era una cara bonita, un adorno en el brazo de un hombre poderoso, nadie sabía que cada sonrisa, cada noche como esta, pagaba las facturas del hospital de mi madre y la comida de mi pequeño hijo, Leo.
Mi vida no siempre fue así.
Antes de esto, yo vivía en los escenarios, el flamenco corría por mis venas, heredado de mi madre, la gran Carmen, una leyenda del baile, yo era su sucesora, su orgullo.
El recuerdo llegó de golpe, como siempre lo hacía, nítido y doloroso.
Estaba en el escenario más importante de mi carrera, las luces me cegaban, el público aplaudía, y a mi lado bailaba Mateo, el amor de mi vida, éramos la pareja dorada del flamenco, destinados a la grandeza juntos.
Hice un giro, uno que había practicado mil veces, pero esa noche algo salió mal, mi pie se torció de una forma antinatural, un dolor agudo, desgarrador, subió por toda mi pierna, escuché el crujido de mi propio hueso rompiéndose.
Caí al suelo.
El mundo se detuvo, el dolor era insoportable, pero lo que me rompió de verdad fue ver la cara de Mateo, no había preocupación en sus ojos, no había pánico por mí.
Había fastidio.
Había ira porque yo había arruinado su momento, su gran noche.
Mientras los paramédicos corrían hacia mí, él ni siquiera se acercó, simplemente se quedó allí, mirándome en el suelo con desprecio, y luego, se dio la vuelta y se fue del escenario, dejándome sola.
Me abandonó en el momento exacto en que mi mundo se hacía pedazos.
La lesión fue grave, los médicos fueron claros: nunca volvería a bailar profesionalmente, mi carrera, mis sueños, todo terminó en ese instante.
Poco después, como si el destino quisiera patearme mientras ya estaba en el suelo, mi madre sufrió un derrame cerebral masivo, la gran Carmen quedó postrada en una cama, sin poder hablar, sin poder moverse, una sombra de lo que fue.
Los costos médicos eran una montaña que no podía escalar, y tenía a Leo, mi pequeño Leo, que entonces era solo un bebé, llorando de hambre.
Estaba desesperada.
Fue entonces cuando apareció Ricardo Vargas, vio mi desesperación y me hizo una oferta, él pagaría todo, cuidaría de mi familia, a cambio, yo sería suya, su musa, su acompañante, su propiedad.
No fue una elección, fue una rendición, vendí mis sueños rotos para poder comprar la supervivencia de mi familia.
Así que ahora estoy aquí, en esta fiesta llena de gente rica que me mira con una mezcla de envidia y desdén, fingiendo que disfruto de este lujo que se siente como una jaula de oro.
Pienso en mi madre, en su cama de hospital, y en Leo, durmiendo en nuestro pequeño departamento, él es la única razón por la que soporto esto, él idolatra el baile, sueña con ser como yo era antes.
Él es mi esperanza.
De repente, la música cambia, un silencio expectante llena el salón, y Ricardo aprieta mi brazo.
"Ah, la atracción principal de la noche está por comenzar", dice con entusiasmo.
Un hombre sube al escenario improvisado en el centro del salón, se mueve con una arrogancia y una gracia que me resultan dolorosamente familiares.
Mi corazón se detiene.
Es Mateo.
Se ha convertido en una estrella, más famoso de lo que nunca soñamos, ahora es "El Fénix del Flamenco", el bailaor más grande de su generación, el hombre que construyó su éxito sobre mis ruinas.
Nuestros ojos se encuentran a través de la multitud, solo por un segundo, pero es suficiente.
Todo el dolor, el resentimiento, la rabia que he mantenido enterrados durante años, suben a la superficie como veneno.
Él parece sorprendido de verme, una extraña emoción cruza su rostro antes de que la máscara de indiferencia vuelva a su lugar.
"Sofía, querida, ¿qué pasa? Pareces haber visto un fantasma", susurra Ricardo en mi oído, su aliento huele a licor caro.
"No es nada", respondo, forzando otra sonrisa, mi voz es un hilo delgado. "Solo estoy un poco cansada".
Ricardo no me cree, sigue la dirección de mi mirada y ve a Mateo.
"Ah, sí, Mateo. Un verdadero artista", dice, y luego una idea cruel brilla en sus ojos. "De hecho, deberías conocerlo. Vamos, te presentaré".
Me arrastra a través de la multitud, hacia el escenario, hacia el hombre que destrozó mi vida.
Cada paso es una tortura, sé lo que Ricardo quiere, quiere mostrarle a la nueva estrella su último premio, quiere que yo me pare frente a Mateo, no como su igual, no como su ex amante, sino como la propiedad de otro hombre.
Es la humillación perfecta.
Nos detenemos frente a él, Mateo acaba de terminar una pieza corta y la gente aplaude frenéticamente.
"Mateo, magnífico como siempre", dice Ricardo, dándole una palmada en la espalda. "Quiero presentarte a mi encantadora musa, Sofía".
Mateo me mira, sus ojos oscuros recorren mi vestido, mi rostro, mi sonrisa falsa, no dice nada, solo me mira, y en su mirada veo un millón de cosas que no puedo descifrar.
Yo solo mantengo la sonrisa en su lugar, el corazón me martillea en el pecho, pero mi cara es una máscara de calma, tengo que ser la mujer elegante y despreocupada que Ricardo quiere que sea.
Tengo que proteger a mi familia.
Incluso si eso significa pararme frente a mi pasado y fingir que no me duele.