Querido Marido, Nunca Te Perdoné
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Capítulo 3

Más tarde, escapé al balcón, necesitaba aire, necesitaba un momento lejos de las miradas y las sonrisas falsas, la noche de la ciudad se extendía bajo mis pies, un mar de luces indiferentes a mi pequeño drama.

La puerta del balcón se abrió y una mujer mayor, de rostro amable y ojos tristes, salió a mi lado, era Elena, la esposa de uno de los socios más antiguos de Ricardo.

Se apoyó en la barandilla a mi lado y suspiró.

"Es una noche larga, ¿verdad?", dijo en voz baja.

Asentí, sin confiar en mi voz.

"Eres una joven muy fuerte", continuó, mirándome con una simpatía que me desarmó. "No es fácil estar con un hombre como Ricardo, él... consume a la gente".

Sus palabras eran amables, pero me hicieron sentir peor.

"Hago lo que tengo que hacer", respondí, mi voz apenas un susurro.

Elena puso una mano suave sobre mi brazo. "Lo sé, querida, todas lo hacemos de una forma u otra, pero tú... tú pareces llevar un peso mucho más grande".

La miré, a esta mujer con su vestido de diseñador y sus joyas discretas pero caras, su vida era un mundo aparte del mío, ella tenía la seguridad, la posición, el respeto que venían con ser la esposa legítima de un hombre rico.

Yo no era nada, solo la "musa", un capricho temporal que podía ser descartado en cualquier momento.

Ella podía permitirse el lujo de la compasión, yo solo podía permitirme el lujo de la supervivencia.

Un sentimiento de amarga resignación me invadió.

Elena no podía entenderlo, nadie podía, no podían entender lo que era mirar a tu hijo dormir y preguntarte si tendrás suficiente dinero para su leche mañana, no podían entender lo que era sentarse al lado de la cama de tu madre y escuchar el pitido constante de las máquinas que la mantenían viva, sabiendo que cada pitido costaba una fortuna.

Este acuerdo con Ricardo, esta vida de humillación dorada, no era una elección entre la dignidad y la vergüenza.

Era una elección entre la vida y la muerte para mi familia.

"Él cuida de mi familia", dije finalmente, y la frase sonó a la vez como una justificación y una sentencia.

Era la verdad, la única verdad que importaba.

Elena me miró con tristeza, como si entendiera una parte, pero no el todo.

"Solo ten cuidado, Sofía", dijo suavemente. "No dejes que te quite lo que queda de ti".

Le di una pequeña sonrisa, una sonrisa real esta vez, aunque teñida de tristeza.

"Ya no queda mucho que quitar", pensé para mis adentros.

Nos quedamos en silencio por un momento más, dos mujeres en un balcón, atrapadas en mundos diferentes pero unidas por un momento de extraña comprensión.

Luego, la puerta se abrió de nuevo.

Era uno de los sirvientes de Ricardo.

"Señorita Sofía, el señor Vargas la está buscando".

La realidad me llamó de vuelta, el breve respiro había terminado.

"Gracias, Elena", le dije, y volví a entrar a la fiesta, de vuelta a mi jaula.

Mi máscara estaba firmemente en su lugar de nuevo, lista para enfrentar lo que quedara de la noche.

                         

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