Me criaron con una indiferencia calculada. Cubrían mis necesidades básicas (comida, techo, ropa), pero nada más. No había abrazos, no había cuentos antes de dormir, no había palabras de aliento.
Era un recordatorio andante de su primer fracaso.
Dos años después, nació Laura.
Ella era la niña que siempre habían querido. Hermosa, risueña y, sobre todo, la receptora de la gloriosa profecía.
Desde el principio, fue tratada como una princesa.
Si yo lloraba, me decían que era una molestia. Si Laura lloraba, corrían a consolarla.
Si yo sacaba una buena nota, asentían sin interés. Si Laura dibujaba un garabato, lo enmarcaban y lo colgaban en la pared como si fuera una obra de arte.
Crecí en la sombra de mi hermana, invisible para mis propios padres.
Laura se dio cuenta de su poder sobre mí muy pronto.
Comenzó con cosas pequeñas. Me quitaba mis juguetes y si yo protestaba, corría llorando con mamá, quien siempre me castigaba a mí por "no saber compartir".
Luego, pasó a las mentiras. Me culpaba de sus travesuras. Rompía cosas, se comía los dulces a escondidas, y siempre era yo la que recibía el regaño.
En la escuela, la situación empeoró.
Laura era popular y carismática. Yo era tímida y retraída.
Usaba su popularidad para aislarme. Contaba a los otros niños que yo era rara, que tenía piojos, o cualquier otra mentira cruel que se le ocurriera.
Comía sola en el recreo. Nadie me elegía para los equipos de deportes. Los susurros y las risas me seguían por los pasillos.
Una vez, una maestra se dio cuenta y habló con mis padres.
"Sofía parece muy sola. Laura y sus amigas la excluyen constantemente", les dijo.
La respuesta de mi madre me dejó helada.
"Quizás Sofía debería esforzarse más en ser agradable. Laura es una niña muy sociable, no es su culpa que su hermana sea tan... difícil".
Esa noche, mi madre me encerró en mi habitación.
"Estás avergonzando a esta familia", me dijo a través de la puerta. "Si vuelves a causarle problemas a tu hermana en la escuela, te arrepentirás".
Aprendí a no esperar nada de ellos. Aprendí a ser invisible.
Pero Laura no me dejaba en paz. Mi existencia parecía ofenderla.
Odiaba que, a pesar de todo, yo fuera académicamente mejor que ella. Estudiaba mucho, no porque quisiera impresionar a mis padres, sino porque los libros eran mi único refugio.
Cuando recibíamos las calificaciones, yo siempre tenía notas más altas.
La envidia la consumía.
Empezó a sabotearme. Me escondía los libros antes de un examen. Derramaba tinta sobre mis tareas. Una vez, incluso borró un trabajo completo de mi computadora la noche antes de la entrega.
Cuando la confronté, solo se rió.
"¿Y quién te va a creer a ti?", se burló. "Para ellos, tú eres la envidiosa, la problemática. Yo soy la niña perfecta".
Y tenía razón.
Cada vez que intentaba defenderme, cada vez que intentaba exponer sus mentiras, mis padres se ponían de su lado.
"Sofía, deja de inventar historias para llamar la atención".
"¿Por qué no puedes ser como tu hermana?"
"Estás amargada porque Laura es mejor que tú en todo".
Dejaron de ver a una hija. Solo veían a la "carga" de la profecía, confirmando sus propias creencias con cada mentira que Laura contaba.
Me convertí en la villana de una historia que ellos mismos habían escrito.
El sistema de "perdedora" en mi vida anterior solo fue la materialización de la maldición que me impusieron desde mi nacimiento.
Ahora, con el collar de "genio" caliente contra mi piel, sentía que no solo había renacido.
Había sido liberada de una prisión invisible que me había retenido durante demasiado tiempo.
Ellos querían una perdedora.
Les iba a dar una, pero no sería yo.
Sería su adorada, su perfecta, su bendecida Laura.