Al ver mi determinación, la expresión de Sergio cambió. Su confianza se tambaleó por primera vez. Un escándalo policial no le convenía en absoluto, por muy seguro que estuviera de poder manipular la situación. La policía haría preguntas, investigaría a fondo, y su mentira, por bien construida que estuviera, podría tener fisuras.
"Espera, espera", dijo, levantando una mano en un gesto conciliador. "No hay necesidad de involucrar a las autoridades. Tal vez... tal vez fue un malentendido".
Su cambio de actitud fue tan repentino que me sorprendió.
"¿Un malentendido?", repliqué con incredulidad. "¿Me acusas de ladrón delante de cien personas, plantas un reloj en mi mochila y ahora es un 'malentendido'?".
"Quizás se te cayó dentro por accidente...", intentó excusarse, pero su argumento era débil y patético.
"No", lo interrumpí, mi voz firme y clara. "No voy a aceptar ninguna excusa estúpida. Quiero que digas la verdad. Quiero que le digas a todos que tú pusiste ese reloj en mi mochila. Admite que me tendiste una trampa".
El sudor comenzaba a perlar la frente de Sergio. Estaba acorralado. Miró a su alrededor, buscando una salida, y sus ojos se posaron de nuevo en Camila, su salvavidas.
"Cami...", suplicó con voz lastimera. "Ayúdame. Este tipo está loco. Solo quiero recuperar mi reloj y olvidar todo este asunto".
Camila, que había permanecido en silencio, observando la escena con una expresión indescifrable, finalmente dio un paso al frente. Su intervención no fue para buscar la justicia, sino para controlar los daños, para apagar el fuego antes de que quemara su perfecta reputación.
"Suficiente", dijo, su voz resonando con la autoridad de una CEO. Se dirigió a mí, pero sus ojos no mostraban compasión, solo una fría decepción. "Ricardo, no sé qué pasó exactamente aquí, y francamente, no quiero saberlo. Has causado un espectáculo vergonzoso en mi evento".
Cada palabra era un golpe. "No quiero saberlo". Estaba cerrando la puerta a la verdad, porque la verdad era inconveniente.
"Pero, Camila...", intenté protestar, pero me silenció con una mirada.
"Independientemente de si fue un robo o un 'malentendido'", continuó, haciendo comillas en el aire con sus dedos, "tu comportamiento es inaceptable. Has perdido la compostura, has amenazado a un invitado y has arruinado la noche para todos. Esto demuestra una falta de juicio y profesionalismo que no puedo tolerar en mi empresa".
Su discurso era perfecto, calculado. No me estaba llamando ladrón directamente, pero me estaba condenando por la reacción que tuve al ser acusado. Me estaba culpando por el escándalo, no a Sergio por provocarlo.
"Lo mejor será que devuelvas el reloj a Sergio", ordenó, como si fuera un hecho que yo lo tenía legítimamente. "Y mañana a primera hora, quiero tu carta de renuncia en mi escritorio. Considera esto como un despido con causa justificada".
El veredicto final había sido dictado. No por un juez, sino por la mujer que yo amaba.
Los susurros a mi alrededor se convirtieron en un murmullo de aprobación. "Hizo lo correcto", "Ese tipo era un problema", "Pobre Camila, tener que lidiar con esto".
Me sentí completamente solo, sentenciado y ejecutado públicamente. Mi carrera, mi reputación y mi corazón, todo destrozado en el suelo de mármol junto con mis humildes pertenencias. Ya no era una persona, era un escándalo del que todos querían deshacerse.