Me puse de pie y caminé hacia la salida, atravesando la multitud que se apartaba a mi paso como si tuviera una enfermedad contagiosa. Nadie me miraba a los ojos.
Al pasar junto a Camila, me detuve por un instante.
"Espero que estés satisfecha", le susurré, mi voz rota por el dolor y la rabia.
Ella ni siquiera parpadeó. "Vete, Ricardo. Ya has hecho suficiente daño".
Salí del lujoso hotel y el aire frío de la noche me golpeó la cara. La ciudad parecía indiferente a mi miseria. Levanté la mano para parar un taxi, deseando desaparecer, borrar los últimos treinta minutos de mi vida.
Dentro del coche, los recuerdos de mi relación con Camila me asaltaron. Había sido un romance secreto durante casi un año. Nos conocimos cuando ella visitó mi departamento, una de sus raras inspecciones a las áreas de bajo nivel. Hubo una chispa, una conexión que ninguno de los dos esperaba. Salidas a escondidas, cenas en lugares discretos donde nadie la reconocería, mensajes de texto a altas horas de la noche.
Yo creía que era amor. Creía que ella veía más allá de mi humilde origen, que veía al hombre que la adoraba. Pero ahora entendía la verdad. Para ella, yo era una diversión, un capricho, un secreto que podía ser emocionante mientras no amenazara su mundo perfecto. En el momento en que tuve que ser pesado en la balanza contra Sergio y su estatus social, yo no valía nada. Fui descartado sin dudarlo.
La idea de renunciar me revolvía el estómago. Necesitaba ese trabajo. Mi madre estaba enferma, su tratamiento era caro y mi sueldo apenas alcanzaba para cubrir los gastos. Perder mi empleo ahora sería catastrófico. Pero, ¿cómo podría volver a esa oficina? ¿Cómo podría enfrentar las miradas de desprecio, los susurros a mis espaldas?
Al día siguiente, mi peor pesadilla se hizo realidad. Entré a la oficina y un silencio sepulcral cayó sobre el lugar. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirarme. Algunos con burla, otros con una falsa piedad que era aún peor.
Mi escritorio había sido saboteado. Alguien había derramado café sobre mis papeles y había pegado una nota que decía "LADRÓN".
Ignoré el nudo en mi garganta y me senté, intentando concentrarme en mi trabajo, pero era imposible. Cada vez que alguien pasaba cerca, sentía su mirada clavada en mi nuca.
La humillación continuó durante toda la semana. Me excluían de las reuniones, "olvidaban" enviarme correos importantes, dejaban comentarios hirientes en la máquina de café. Estaba viviendo una muerte social en cámara lenta.
El viernes, todo llegó a su punto culminante. Mi madre, sintiéndose un poco mejor ese día, decidió darme una sorpresa y llevarme el almuerzo. Era una mujer sencilla y orgullosa, y quería conocer el lugar donde su hijo trabajaba tan duro.
Entró en la oficina con una sonrisa tímida y una bolsa de comida casera en la mano.
"Riky, hijo, te traje tu comida favorita", dijo con su voz cálida.
En ese momento, una de mis compañeras, una mujer conocida por su lengua venenosa, se acercó.
"Vaya, vaya, así que esta es la madre del ladrón", dijo en voz alta para que todos la oyeran. "Señora, debería enseñarle mejores modales a su hijo. Robar es pecado".
Otra voz se unió. "A lo mejor necesita el dinero para sus vicios. O quizás es de familia".
Mi madre palideció, su sonrisa se desvaneció y fue reemplazada por una expresión de horror y confusión. Abrió la boca para decir algo, para defender a su hijo, pero las palabras no le salieron.
"¡Cállense!", grité, poniéndome de pie de un salto. "¡No se atrevan a hablarle así!".
Pero el daño ya estaba hecho. La crueldad de las palabras, el shock, la vergüenza... fue demasiado para ella. Mi madre se llevó una mano al pecho, sus ojos se pusieron en blanco y se desplomó en el suelo.
La bolsa con la comida cayó, esparciendo el arroz y el guisado por el piso de la oficina.
"¡Mamá!", grité, corriendo hacia ella. Su cuerpo estaba flácido, su respiración era superficial. El pánico, frío y absoluto, me consumió.