El dolor por Juanito era una herida abierta, sangrante. Pero ahora, sobre esa herida, se extendía la gangrena del engaño. ¿Cuánto tiempo había durado la farsa? ¿Desde cuándo sus sacrificios, el sudor de su frente, el trabajo extra de su hijo, habían sido solo el combustible para la vanidad de Ricardo?
Miró una foto en la mesita de noche. Era de ellos tres, en la playa. Juanito, de unos diez años, sonreía mostrando un hueco donde le faltaba un diente. Él lo cargaba sobre los hombros. Sofía, a su lado, sonreía a la cámara. ¿Era real esa sonrisa? ¿O ya entonces era parte del "teatrito"? La duda lo envenenaba, reescribiendo cada recuerdo, manchando cada momento feliz con la tinta de la mentira.
El sol comenzó a filtrarse por la ventana, trayendo consigo una luz gris y desoladora. Escuchó pasos en el pasillo. La puerta de la habitación se abrió y Sofía entró.
Se había cambiado el vestido de fiesta por un sencillo vestido negro. Su rostro estaba maquillado para parecer pálido y afligido, con ojeras sutilmente dibujadas con sombra. Intentaba parecer una viuda de luto, la madre desconsolada.
"Mi amor," dijo con una voz suave y ensayada. "¿No has dormido nada?"
Armando no respondió. Solo la observó. Pudo olerlo. A pesar del intento de parecer sobria y dolida, un rastro de su perfume caro todavía flotaba a su alrededor, mezclado con el ligero pero inconfundible tufo del alcohol de la noche anterior. Era el olor de la fiesta, el olor de su traición.
"Estás helado," continuó ella, acercándose. "Déjame calentarte."
Se sentó en la cama a su lado, demasiado cerca. Su mano, fría, se posó en su brazo. Armando se tensó al instante.
"He estado pensando," susurró ella, acercando su rostro al de él. "Hemos estado tan distantes últimamente. Con todo esto... tal vez es una señal. Deberíamos estar más unidos que nunca."
Su aliento, con un residuo de champán, le revolvió el estómago. Intentaba seducirlo. En medio de la muerte de su hijo, con el cuerpo de Juanito aún en la morgue, ella intentaba usar la intimidad como un arma, una forma de borrar su culpa, de reafirmar su control sobre él. La náusea subió por su garganta.
Su otra mano subió por su pecho, sus dedos tratando de desabrochar los botones de su camisa de trabajo. Era un gesto mecánico, vacío de cualquier afecto genuino. Era un insulto. Un insulto a su dolor, un insulto a la memoria de su hijo.
"No," dijo Armando, la voz ronca, apenas audible.
Sofía no pareció escucharlo. Se inclinó para besarlo, sus labios fríos buscando los de él.
Fue demasiado.
Con una fuerza que no sabía que tenía, Armando la apartó. No fue un empujón suave, fue un acto de repulsión violenta. La empujó lejos de él, haciéndola trastabillar hacia atrás.
"¡No me toques!" gritó, su voz finalmente encontrando su fuerza, cargada de todo el asco y el odio que sentía. "¡No te atrevas a tocarme!"
Sofía lo miró, sorprendida por su vehemencia. Por un momento, la máscara de tristeza se resquebrajó, revelando la ira y la frustración que había debajo.
"¿Pero qué te pasa, Armando?" siseó. "¡Solo intento consolarte!"
"¡No quiero tu consuelo!" replicó él, poniéndose de pie, alejándose de ella como si fuera una plaga. "No quiero nada de ti. Tu consuelo es una mentira, igual que todo lo demás."
Se miraron el uno al otro a través de la penumbra de la habitación. El abismo entre ellos era ya insalvable. Ella, con su belleza calculada y su corazón vacío. Él, un hombre roto, despojado de todo, pero con los ojos, por primera vez en mucho tiempo, completamente abiertos a la verdad. La verdad de que estaba casado con una extraña, una enemiga que dormía en su misma cama.