"¿Ricardo te necesitaba?" Armando soltó una risa amarga, sin alegría. "Nuestro hijo está muerto, Sofía. Muerto. Y tú estabas de fiesta. No intentes justificarlo."
"¡No lo estoy justificando! Solo digo que no podía defraudar a mi primo. Fue una oportunidad única para él," insistió ella, su voz subiendo de tono.
"Estoy cansado, Sofía," dijo Armando, dándole la espalda. La energía de la confrontación lo había abandonado, dejándolo vacío y agotado. "Estoy cansado de ti, de tus mentiras, de tu primo. Solo... déjame en paz."
Su rechazo fue tan absoluto, tan final, que Sofía se quedó sin palabras. Ya no había nada que pudiera decir o hacer para manipularlo. Había perdido su poder sobre él.
"Bien," espetó finalmente, su voz temblando de rabia contenida. "Si eso es lo que quieres, bien. Púdrete en tu miseria tú solo."
Agarró su bolso de la silla, el que había comprado con el dinero que Juanito había ganado como repartidor, y salió de la habitación, dando un portazo que hizo vibrar las paredes.
El silencio que quedó después fue casi sagrado. Por primera vez en horas, Armando pudo respirar. Era un aire enrarecido, lleno de dolor, pero estaba limpio. Limpio de su perfume, de sus mentiras, de su presencia asfixiante. Se sentó de nuevo en la cama, y a pesar de la agonía que le partía el alma, sintió una extraña y retorcida sensación de alivio. La farsa había terminado.
Movido por un impulso, se levantó y caminó hacia el pequeño armario de Juanito. Abrió la puerta y el olor de su hijo lo golpeó. Olor a jabón barato, a sudor de adolescente, a sueños. Sus manos temblorosas acariciaron la ropa colgada. Viejas camisetas, pantalones gastados.
Y allí, colgada con un cuidado casi reverencial, estaba. La camiseta de su equipo de fútbol local, los "Tiburones de la Costa". Tenía el número 10 en la espalda y el nombre "JUANITO" impreso arriba. Era su tesoro. Se la había ganado a pulso, siendo el mejor goleador del torneo juvenil.
Armando la descolgó. La tela era áspera, barata, pero para él era más valiosa que el oro. La abrazó contra su pecho, inhalando el último rastro del olor de su hijo, y las lágrimas que había contenido volvieron a brotar, silenciosas y amargas.
En ese momento, la puerta principal se abrió y se cerró de nuevo. Sofía había vuelto. Entró en la habitación sin mirar a Armando, buscando algo en el tocador. Su mirada se posó en la camiseta que él sostenía.
"¿Qué haces con ese trapo viejo?" dijo, con un tono de genuina confusión. "¿No te dije que lo tiraras? Ocupa espacio. Con lo que te den por él no alcanza ni para un kilo de tortillas."
Armando levantó la vista, la incredulidad luchando contra la nueva y horrible certeza. Ella no lo sabía. No tenía ni la más remota idea de lo que esa camiseta significaba. No recordaba el partido, no recordaba los goles, no recordaba la cara de orgullo de su hijo al recibirla.
Para ella, era solo un trapo viejo. Para él, era todo lo que le quedaba de su campeón.
La desconexión era total. La ignorancia de ella era más cruel que cualquier insulto. Demostraba, sin lugar a dudas, que nunca le había importado. Nunca había prestado atención. Mientras Armando y Juanito construían un mundo de pequeños triunfos y sacrificios compartidos, ella vivía en otro universo, uno donde solo existían ella y su primo Ricardo.
Armando no dijo nada. Simplemente la miró, abrazando la camiseta con más fuerza. Y en sus ojos, Sofía, si se hubiera molestado en mirar de verdad, habría visto el final de su matrimonio, la muerte de cualquier sentimiento que él alguna vez tuvo por ella.