De Chica Pobre a Magnate
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Capítulo 1

El aire de la habitación de hotel barata olía a desinfectante y desesperación. Sofía se miró en el espejo manchado, la joven que le devolvía la mirada tenía los ojos vacíos, sin el brillo que solía caracterizarla. Se ajustó el vestido sencillo que llevaba, una prenda que no era suya, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda a pesar del calor sofocante de la tarde.

El dinero estaba sobre la mesita de noche, una pila de billetes que se sentía sucia, contaminada. Cien mil pesos. El precio de la operación de Alejandro. El precio de su vida. El precio de su pureza.

Tomó el fajo de billetes con manos temblorosas. Cada billete parecía quemarle la piel. Pensó en Alejandro, en su rostro pálido en la cama del hospital, en su tos débil, en cómo le susurraba que ella era su único ángel, su única esperanza. Por él, valía la pena. Todo valía la pena.

Salió de la habitación sin mirar atrás y corrió hacia el hospital, el corazón le latía con una mezcla de pánico y alivio. El dinero significaba que los médicos finalmente operarían a Alejandro. Se acabaría la angustia, las noches en vela, el miedo constante a perderlo.

Al llegar al hospital, el olor familiar a antiséptico la golpeó. Se dirigió con prisa hacia el pasillo de la habitación de Alejandro, pero se detuvo en seco antes de doblar la esquina. Escuchó risas. Risas fuertes y claras que no encajaban en un lugar de enfermedad y dolor.

Una de esas risas era la de Alejandro.

"¿En serio te creíste que esa tonta iba a conseguir la lana?"

Era la voz de Valeria, su rival desde la universidad, una mujer que siempre la había mirado con desprecio.

La voz de Alejandro respondió, llena de una burla que Sofía nunca antes había oído.

"Claro que sí, mi amor. Sofía es tan ingenua... Cree cada palabra que le digo. Le monté el numerito del enfermo terminal y se lo tragó enterito. Ya debe estar vendiendo hasta el alma para juntar el dinero."

Sofía sintió que el suelo se abría bajo sus pies. El aire se le escapó de los pulmones y tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Su corazón, que momentos antes latía de esperanza, ahora se contraía en un dolor agudo, físico. Le costaba respirar. Las voces continuaron, crueles y afiladas.

"Eres un genio, Ale. Vengarnos de ella por robarme esa beca es lo mejor que se te pudo ocurrir. ¿Y lo de la enfermedad? Magistral. ¿Viste su cara de preocupación? ¡Pura telenovela!"

"Y lo mejor está por venir," dijo Alejandro, y su voz se volvió más íntima, más conspiradora. "Cuando traiga el dinero, la grabaré. Tengo una cámara oculta lista. Luego subiré el video de cómo se 'sacrificó' por mí. Toda la universidad verá a la santurrona de Sofía en su verdadera faceta. Será la humillación de su vida."

Sofía se tapó la boca para ahogar un sollozo. Las náuseas subieron por su garganta. Se asomó con cuidado por la esquina del pasillo. Allí estaban, junto a la ventana. Alejandro no estaba en la cama, pálido y moribundo. Estaba de pie, con un aspecto perfectamente sano, abrazando a Valeria por la cintura. Se besaban con una pasión que él nunca le había mostrado a ella. Un grupo de amigos de Valeria los rodeaba, riendo y celebrando.

La escena era una bofetada. Cada palabra, cada gesto de amor de Alejandro había sido una mentira. Su enfermedad, su desesperación, todo era un teatro cruel diseñado para destruirla. La beca. Todo era por una beca que ella había ganado con su esfuerzo, una beca que Valeria sentía que le pertenecía.

Sintió el peso de los billetes en su bolso. El dinero que había conseguido de la forma más humillante. El dinero que era el centro de su broma.

Se dio la vuelta, con el cuerpo temblando violentamente. Caminó como una autómata, sin ver a la gente que pasaba a su lado. Salió del hospital y el sol de la tarde le pareció obsceno, demasiado brillante para el mundo oscuro en el que acababa de caer.

Llegó a su pequeño departamento, el lugar que había llenado de recuerdos felices con Alejandro. Ahora cada rincón le gritaba su estupidez. Vio la foto de ambos en la mesita, sonriendo. Él la abrazaba, y en la foto, sus ojos parecían llenos de amor. Una mentira.

Con un grito ahogado, tomó el portarretratos y lo estrelló contra la pared. El cristal se hizo añicos, igual que su corazón. Cayó de rodillas, el dolor era tan inmenso que no podía llorar. Era un vacío, un agujero negro que la consumía desde dentro.

Todo era falso. Los "te amo", las promesas de un futuro juntos, su supuesta vulnerabilidad. Él nunca la amó. Solo la usó. La usó para vengarse de Valeria, para humillarla, para pisotearla.

En medio de su desesperación, su teléfono sonó. Era un número desconocido, de Londres. Por un instante, pensó en no contestar, en dejar que el mundo se acabara. Pero algo la impulsó a deslizar el dedo por la pantalla.

"¿Hablo con la señorita Sofía Ramos?" preguntó una voz masculina, con un acento inglés muy formal.

"Sí, soy yo," respondió, con la voz rota.

"Señorita Ramos, mi nombre es Rodrigo Evans. Soy el asistente del señor Thompson. Lamento informarle que su abuelo materno, el señor William Thompson, ha fallecido esta mañana."

Sofía se quedó en silencio. ¿Su abuelo? El hombre que su madre le dijo que las había abandonado, que nunca se había preocupado por ellas. El hombre al que odiaba en silencio por el dolor que le había causado a su madre.

"No conozco a ningún señor Thompson," dijo fríamente.

"Él la conocía a usted, señorita," continuó Rodrigo, con una paciencia infinita. "En su testamento, le ha dejado toda su herencia. Y su último deseo fue que usted asistiera a su funeral aquí en Londres. Hemos enviado un boleto de avión a su nombre. Sale mañana por la noche."

Sofía no podía procesar la información. Herencia. Funeral. Londres. Era demasiado. Pero entonces, una idea clara y afilada cortó la niebla de su dolor.

Huir.

Esta era su oportunidad. Una salida. Una forma de escapar de Alejandro, de Valeria, de la humillación que le esperaba. Una forma de desaparecer antes de que pudieran destruir lo poco que quedaba de ella.

"Acepto," dijo, y su voz, por primera vez en horas, sonó firme. "Estaré en ese vuelo."

Colgó el teléfono. Miró el desastre de su apartamento, los pedazos de su vida rota en el suelo. Ya no había dolor. Solo un frío y absoluto vacío. Y en ese vacío, una pequeña semilla de determinación comenzó a germinar. No la destruirían. No les daría esa satisfacción.

Iba a desaparecer. Y un día, de alguna forma, se asegurarían de pagar por lo que le habían hecho.

            
            

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