Un Amor Más Que Sangre
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Capítulo 4

El teléfono sonó y sonó, cada tono un martillazo contra mis nervios ya destrozados.

Finalmente, Ricardo contestó, y su voz sonaba aún más irritada que antes.

«¿Otra vez? ¿Qué no entienden que me dejen en paz?».

«¡Ricardo, soy yo, tu madre!», gritó Elena, su voz una mezcla de súplica y desesperación. «¡Por lo que más quieras, ven! ¡Sofía tomó mi lugar! ¡Está parada sobre la mina por mí!».

Hubo una pausa. Podía casi imaginar la expresión de fastidio en el rostro de Ricardo.

«¿Sofía? ¡Ja! Te lo dije, mamá. Es su drama. Siempre quiere ser la mártir, la heroína. Seguro no hay ninguna mina, solo quiere llamar la atención para que yo vuelva. Pues no va a funcionar. Díle que deje de hacer el ridículo y se ponga a hacer algo de provecho».

«¡No es un drama, Ricardo!», sollozó Elena. «¡Te juro por mi vida que es verdad! ¡Tu esposa va a morir si no vienes a ayudarla!».

Entonces, una nueva voz se unió a la llamada. Una voz femenina, melosa y venenosa.

Era Brenda.

«Ay, suegra, no se ponga así», dijo con falsa dulzura. «Ricardo y yo estamos muy ocupados planeando nuestro futuro. No podemos ir corriendo cada vez que a su nuera se le ocurre una escena de celos. Si tanto le gusta estar parada ahí, pues que se quede. A lo mejor así aprende a no molestar a la gente trabajadora».

Las palabras de Brenda fueron como ácido.

Ver a Elena romperse de nuevo, su rostro contorsionado por el dolor de ser tratada así por la mujer que le robó a su hijo, fue casi insoportable.

La llamada terminó.

Y con ella, cualquier esperanza que pudiera quedar.

El sol comenzó a descender en el cielo, pintando el horizonte de naranja y púrpura, pero para mí, el mundo se había vuelto gris.

Las horas pasaban con una lentitud tortuosa.

Los vecinos trajeron agua y trataron de darme ánimos desde la distancia, pero el miedo era una barrera entre nosotros.

Mi pierna empezó a acalambrarse. Un dolor agudo subía desde mi pie hasta mi cadera. Cada músculo de mi cuerpo gritaba por el esfuerzo de mantenerme perfectamente inmóvil.

El sudor se secaba en mi piel, dejando una capa de sal y polvo.

La sed era un fuego en mi garganta.

El cansancio mental era peor que el físico. La tensión constante, el conocimiento de que un solo desliz, un estornudo, un tropiezo, significaría mi fin, me estaba desgastando.

Elena se negaba a irse. Se sentó en una silla que le trajeron, su mirada fija en mí, su rostro una máscara de angustia.

La noche cayó.

El frío del desierto reemplazó al calor del día, pero yo no sentía nada más que el frío metálico bajo mi pie.

La oscuridad trajo consigo el verdadero terror. No podía ver el suelo. No podía ver mis pies. Solo podía sentir la presión, la promesa de una muerte violenta.

Sabía que no podría aguantar para siempre. Mi cuerpo y mi mente estaban llegando a su límite.

En la vida pasada, aguanté hasta el amanecer. Y entonces, mi pierna falló.

No iba a dejar que eso pasara de nuevo. Pero la desesperación comenzaba a filtrarse.

Le pedí a don Ramiro un papel y una pluma. Con la mano temblorosa, apoyándome en la rodilla de mi pierna libre, comencé a escribir.

Era una carta. Un testamento.

Una confesión de todo el abuso y la traición de Ricardo.

Una acusación contra Brenda.

Si iba a morir, el mundo sabría la verdad. No me iría en silencio.

Escribí sobre cómo Ricardo me había engañado, cómo Brenda se había burlado de nuestra pobreza, cómo nos habían dejado sin nada.

Escribí sobre su crueldad en el teléfono.

Le di el papel a Elena.

«Mamá, si algo me pasa... asegúrese de que todos lean esto. Asegúrese de que no se salgan con la suya».

Ella tomó el papel con manos temblorosas, sus lágrimas manchando la tinta.

Cerré los ojos, preparándome para el final.

                         

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