El escándalo estalló en los medios. Los titulares hablaban del "Político Corrupto" y del "Mariachi Traidor" . Las redes sociales se incendiaron con comentarios de apoyo para nosotros y de odio para Ricardo y el político Vargas. La disculpa pública de la escuela de arte fue transmitida en todos los noticieros.
Ricardo intentó llamarme varias veces. No contesté. Me mandó mensajes de texto, largos párrafos llenos de excusas y falsos arrepentimientos.
"Sofía, por favor, perdóname. No sabía lo que hacía. Me cegó la ambición. Mateo es mi hijo, lo amo."
Leí sus palabras con una frialdad que me sorprendió a mí misma. ¿Amor? Él no sabía el significado de esa palabra. El amor no abandona, no traiciona, no vende el futuro de un hijo por un contrato discográfico. Borré los mensajes sin responder.
Un día, mientras estaba sentada junto a la cama de Mateo, leyéndole un libro, apareció en la puerta de la habitación. Llevaba gafas oscuras y una gorra, como un ladrón.
"¿Qué haces aquí?" le pregunté, mi voz era un hielo afilado.
Mateo se tensó en la cama, su rostro se llenó de una desconfianza que me partió el alma.
"Vine a ver a mi hijo," dijo Ricardo, quitándose las gafas. Tenía ojeras, parecía más viejo. "Sofía, tenemos que hablar. Están destruyendo mi carrera. Me cancelaron la gira, la disquera quiere romper el contrato."
"¿Y vienes a quejarte conmigo?" Me levanté, interponiéndome entre él y la cama de Mateo. "Tu carrera. Eso es lo único que te ha importado siempre. ¿Te preocupaste por tu carrera cuando dejaste a tu hijo sin comer para comprarte trajes de charro más caros? ¿Te preocupaste por tu carrera cuando le robaste su sueño? ¿O cuando casi se muere por tu culpa?"
Cada pregunta era un golpe. Ricardo retrocedió, como si mis palabras fueran piedras.
"No es así... yo no sabía que él... que intentaría algo así."
"¡Porque nunca lo has visto!" le grité, bajando la voz para no alterar más a Mateo. "Nunca te has detenido a mirarlo de verdad. No sabes cuál es su comida favorita, no sabes que le tiene miedo a las tormentas, no sabes que cuando se pone nervioso se muerde las uñas. No sabes nada de él, Ricardo, porque nunca te ha interesado."
Mateo, desde la cama, habló por primera vez. Su voz era débil pero firme.
"Vete, por favor."
Ricardo lo miró, su rostro se descompuso en una mueca de dolor. O tal vez era solo lástima por sí mismo.
"Hijo..."
"No me llames así," dijo Mateo, y sus palabras cayeron con un peso terrible en el silencio de la habitación. "Tú no eres mi padre. Un padre no hace lo que tú hiciste."
Esa fue la estocada final. Ricardo se quedó sin argumentos, sin excusas. La verdad, dicha por la voz inocente de su hijo, lo había desarmado por completo.
"Lo siento," susurró, pero la palabra sonaba vacía, hueca.
Se dio la vuelta y se fue. Lo vi alejarse por el pasillo, ya no como el mariachi estrella, sino como un hombre pequeño y patético, encorvado por el peso de sus propias decisiones.
Cuando la puerta se cerró, me senté en la cama y abracé a Mateo. Lloramos los dos, pero esta vez eran lágrimas de liberación. Estábamos rompiendo la última cadena que nos ataba a ese pasado de dolor y traición.
El Licenciado Morales nos visitó esa tarde. Traía buenas noticias. El político Vargas había sido formalmente acusado y estaba bajo arresto domiciliario. Su hijo, Santiago, había sido expulsado de la escuela de arte.
"La justicia sigue su curso," dijo con una sonrisa satisfecha. "Y tengo algo más para ustedes."
Nos entregó un sobre. Dentro había un cheque. Era una suma considerable, parte de la "donación" que el político había hecho a la escuela, ahora recuperada como parte de la reparación del daño.
"Es para que empiecen de nuevo," explicó el Licenciado Morales. "Para que Mateo tenga la mejor guitarra, las mejores clases, para que usted, Sofía, pueda tener un poco de paz."
Miré el cheque, los ceros parecían bailar ante mis ojos. Era más dinero del que había visto en toda mi vida. No era solo dinero, era libertad. La libertad de dejar el pequeño departamento lleno de malos recuerdos, la libertad de darle a Mateo todo lo que necesitaba.
"No sé cómo agradecerle," le dije, con la voz quebrada por la emoción.
"No me agradezca a mí," respondió, y su mirada se posó en el viejo álbum de fotos que yo había reparado con cinta adhesiva y que ahora descansaba en la mesita de noche. "Agradézcale a él. Hombres como su bisabuelo lucharon para que tuviéramos un país donde la justicia fuera posible. A veces se nos olvida, pero es nuestro deber recordarlo y hacerlo valer."
Esa noche, cuando Mateo se durmió, sostuve el cheque en mis manos y miré por la ventana las luces de la Ciudad de México. Por primera vez en años, el futuro no parecía un lugar oscuro y amenazante.
Parecía un lienzo en blanco, esperando a que nosotros pintáramos nuestra propia historia.