Ricardo, viéndola tan frágil y sumisa, accedió, creyendo que su plan marchaba a la perfección, una visita a una tumba vacía era el acto perfecto para una mujer a la que consideraba débil y emocional.
Llegaron a una lápida de mármol blanco, con el nombre "Sofía Rivas" grabado en letras doradas, Ricardo se quedó a una distancia prudente, dándole su "espacio".
Ximena se arrodilló frente a la lápida, las lágrimas corrían libremente por sus mejillas, pero no eran lágrimas de tristeza por Sofía, eran por ella misma, por la vida que le habían robado, por los hijos que nunca nacerían, su actuación era magistral, un lamento desgarrador que conmovería a cualquiera.
"Lo siento tanto, Sofía", sollozó, su voz resonando en el silencio del cementerio, "ojalá hubiera podido hacer más".
Ricardo se acercó y la abrazó por los hombros, su toque era repulsivo, pero ella se obligó a apoyarse en él.
"No te culpes, mi amor", le susurró al oído, "hiciste todo lo que pudiste, eres la mujer más buena que conozco".
Esa noche, él la llevó a un mirador en las afueras de la ciudad, había una lluvia de estrellas, un espectáculo celestial que en otro tiempo la habría llenado de asombro.
"Mira, Ximena", dijo Ricardo, señalando el cielo, "dicen que si pides un deseo a una estrella fugaz, se cumple, pide uno, mi vida, pide lo que más quieras".
Él la abrazó por la espalda, su aliento cálido en su nuca, Ximena cerró los ojos, una estrella fugaz trazó una línea brillante en la oscuridad.
Ricardo creía que ella pediría por su salud, por su futuro juntos, por la felicidad que él le prometía.
Pero en la oscuridad de su mente, el deseo de Ximena fue muy diferente, claro y afilado.
Deseo no volver a ver tu rostro nunca más, pensó. Deseo desaparecer de tu vida para siempre. Deseo que pagues por cada lágrima, por cada gota de sangre, por cada vida que me arrebataste.
Cuando abrió los ojos, su mirada era fría, distante, Ricardo lo notó.
"¿Qué pasa, mi amor? ¿Te sientes bien?", preguntó, su tono ligeramente teñido de sospecha.
"Solo estoy cansada", respondió ella, forzando una sonrisa débil, "ha sido un día muy emotivo".
Ricardo pareció aceptar la excusa, pero una semilla de duda había sido plantada en su mente, ella estaba siendo demasiado dócil, demasiado sumisa, incluso para alguien en su estado.
Para disipar sus propias dudas y mantenerla bajo control, Ricardo le propuso algo al día siguiente.
"He estado pensando", dijo casualmente durante el desayuno, "sé que has estado alejada de tu taller por mucho tiempo, y sé cuánto amas la cerámica, ¿qué te parece si organizamos una pequeña exposición privada? Solo para nuestros amigos más cercanos, para celebrar tu recuperación y tu talento".
Ximena sintió un escalofrío, el taller, el horno, el "accidente" que él planeaba.
Era la trampa perfecta.
Pero también era su única oportunidad.
"No lo sé, Ricardo", dijo ella, fingiendo inseguridad, "no me siento con fuerzas, mis manos... todavía tiemblo a veces".
"Precisamente por eso, mi amor", insistió él, su voz era persuasiva, "será una motivación para ti, para que vuelvas a ser la artista increíble que eres, yo te ayudaré en todo".
Ximena lo miró, y después de una larga pausa, asintió lentamente.
"Está bien", susurró, "lo haré".
Ricardo sonrió, satisfecho, su plan estaba en marcha, no sospechaba que el de ella también.
En los días siguientes, Ximena volvió a su taller, el lugar que había sido su santuario ahora se sentía como un mausoleo, cada pieza de cerámica era un fantasma de una vida pasada, Ricardo estaba siempre cerca, "ayudándola", pero en realidad, vigilándola.
Una tarde, mientras Ximena trabajaba en el torno, él se acercó por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.
"Hueles a arcilla y a hogar", le susurró al oído, "no puedo esperar a que seas mi esposa, a que este lugar sea el centro de nuestro mundo".
Ella se tensó, pero no se apartó, continuó dando forma a la vasija, sus manos moviéndose con una memoria casi inconsciente.
La noche antes de la "exposición privada", Ricardo entró al taller, ella lo observó desde la puerta entreabierta de su pequeña oficina.
Lo vio manipular el cableado del gran horno eléctrico, el mismo horno donde ella cocía sus obras maestras, lo vio sonreír, una sonrisa fría y calculadora, mientras aflojaba una conexión y derramaba un poco de líquido inflamable cerca.
Todo estaba listo para la "tragedia", un cortocircuito, un incendio, y la pobre y talentosa Ximena perecería en el lugar que más amaba.
Cuando él se fue, Ximena salió de su escondite, su corazón latía con una calma aterradora.
Se acercó al horno, miró el cableado manipulado, el líquido en el suelo.
La muerte que él había planeado para ella, sería su salvación.