"Tu talento es innegable", añadió Miguel, admirando una de sus vasijas.
La pieza central de la exposición era una nueva escultura que ella había terminado, una figura abstracta y atormentada que representaba todo su dolor, Ricardo insistió en que ella misma la metiera en el horno para la cocción final, como un acto simbólico de su "renacimiento" artístico.
"Es hora, mi amor", dijo Ricardo, su voz resonando en el taller, "muéstrales a todos tu magia".
Ximena tomó la escultura con manos temblorosas, esta vez el temblor era real, caminó hacia el gran horno eléctrico, el corazón le latía en los oídos.
Abrió la pesada puerta de metal, el interior oscuro parecía la boca de una bestia, colocó la escultura dentro con sumo cuidado.
Cerró la puerta, el sonido metálico fue un eco de la puerta de una celda al cerrarse, se giró para mirar a Ricardo, él le sonrió, un gesto que era a la vez un estímulo y una sentencia de muerte.
Sus dedos se movieron hacia el panel de control, respiró hondo y presionó el botón de inicio.
Hubo un chispazo, un sonido siseante, y luego, una explosión ensordecedora.
La fuerza de la explosión la arrojó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el suelo de cemento, lo último que vio antes de perder el conocimiento fue el fuego devorando su taller, y los rostros de Ricardo y sus amigos, congelados en una mezcla de horror y satisfacción.
Despertó en una cama de hospital, de nuevo, el olor a antiséptico, la luz blanca.
Pero esta vez, el dolor era diferente, no era un dolor limpio y localizado como el de la cirugía, era un dolor sordo y generalizado, un ardor que le cubría la espalda y los brazos, sentía la piel tirante, vendada.
Intentó abrir los ojos por completo, pero la luz era demasiado intensa, escuchó voces fuera de su habitación, voces apagadas, pero reconocibles.
"El plan salió perfecto, pero casi se nos va de las manos", era la voz de Carlos, llena de una excitación nerviosa.
"Cállate, idiota, pueden oírte", siseó Ricardo, "lo importante es que funcionó, el horno explotó justo como quería".
"¿Y ella?", preguntó Miguel, "¿cómo está?".
"Los médicos dicen que tiene quemaduras de segundo grado en la espalda y los brazos, y una conmoción cerebral", respondió Ricardo, su tono era frío, clínico, "pero vivirá, por ahora, esto solo la debilitará más, la hará más dependiente".
Ximena sintió que el alma se le caía a los pies, el plan de Ricardo no era matarla en la explosión, era herirla, mutilarla, destruir lo más preciado para una ceramista: sus manos, su capacidad de crear.
El recuerdo de sus embarazos fallidos volvió a ella con una claridad brutal, la "caída", el "té relajante", ahora la explosión, todo eran eslabones de la misma cadena de tortura.
Ricardo no quería una muerte rápida para ella, quería una muerte lenta, un desmoronamiento pieza por pieza.
"¿Y ahora qué?", preguntó Carlos.
"Ahora, esperamos a que se recupere un poco", dijo Ricardo, y su siguiente frase le heló la sangre a Ximena, "y luego, nos aseguraremos de que tenga un 'accidente' final, algo que parezca un suicidio, la pobre artista, devastada por sus heridas, no pudo soportarlo más, será la historia perfecta".
El silencio se apoderó de Ximena, un silencio profundo y aterrador, estaba en manos de su propio asesino, y él no se detendría hasta verla muerta.
Cuando Ricardo entró en la habitación minutos después, su rostro era una máscara de angustia.
"¡Ximena, mi amor! ¡Por Dios, despertaste!", exclamó, corriendo a su lado, "estaba tan asustado, esa explosión... fue horrible".
Ella lo miró a través de los párpados entrecerrados, sin decir nada, el dolor de las quemaduras era un fuego constante en su piel.
"Fue un fallo eléctrico, los peritos lo confirmaron", mintió él, acariciándole la frente con cuidado de no tocar los vendajes de su cabeza, "tu taller... se ha perdido todo, lo siento tanto, mi vida".
Ximena cerró los ojos, fingiendo una debilidad que no estaba lejos de ser real.
"Mis manos...", susurró, su voz era un hilo ronco, "¿cómo están mis manos?".
Ricardo le tomó la mano no vendada, su tacto era gélido.
"Tus manos están bien, mi amor, solo algunas quemaduras leves en los brazos", dijo, su voz era tranquilizadora, pero ella sabía la verdad, "pero tu espalda... tendrás cicatrices, lo siento".
Él admitía parte del daño, pero lo minimizaba, controlando la narrativa, como siempre.
"No te preocupes", continuó, "yo cuidaré de ti, siempre, no te dejaré sola ni un segundo".
Y esa promesa, que antes le habría dado consuelo, ahora sonaba como la amenaza más aterradora de todas.
En la soledad de su cama de hospital, rodeada por el dolor físico y la certeza de la traición, Ximena aceptó la cruel realidad.
Ya no había lugar para la esperanza ni para el perdón, solo para la supervivencia.
Tenía que escapar, y tenía que hacerlo pronto, antes de que Ricardo decidiera que su tiempo se había acabado.