Mi hermana, Ana, fue la octava. No, no la primera, como decían algunos chismes confusos. Fue la última, la de hace un año. Su recuerdo era una herida que no cerraba. Cuando se fue, yo no entendí. Pensé que nos había abandonado por dinero, que había preferido el lujo a nosotros. La odié por eso. La odié con toda la fuerza de mi corazón adolescente y asustado. Ahora, la desesperación me hacía ver las cosas de otra manera. Quizás ella no se fue por egoísmo. Quizás ella, como yo ahora, se fue por nosotros.
Recuerdo el día que se marchó. Llevaba un vestido sencillo, no el blanco de novia que imaginaba la gente, sino uno de flores que le gustaba mucho. Se veía hermosa, pero sus ojos no brillaban. Había una sombra en ellos, una resignación que en ese momento no supe leer. Me abrazó con fuerza y me dijo al oído que cuidara a la abuela y a Miguel, que todo lo hacía por ellos. Yo, tonta, me solté de su abrazo. Le grité que era una traidora, que nos estaba vendiendo. Su sonrisa se quebró. Fue una pequeña mueca de dolor que se me grabó en la memoria. Se dio la vuelta y se fue sin mirar atrás. No hubo carruaje de lujo, ni fiesta. Solo un coche negro y discreto que se la llevó para siempre.
Una semana después, un hombre de traje nos entregó un maletín lleno de dinero. Dijo que era el primer pago, que Ana estaba feliz y que pronto nos escribiría. La abuela lloró en silencio, aferrada al dinero como si quemara. Miguel, demasiado pequeño, solo preguntaba cuándo volvería Ana a leerle cuentos. El dinero nos ayudó, sí. Compramos las medicinas de la abuela, comimos carne por primera vez en meses. Pero la alegría duró poco. Ana nunca escribió. Nunca llamó. Pasaron las semanas, los meses. El dinero se sentía sucio, manchado. Era el precio de mi hermana.
Un día, reuní el valor y fui a la comandancia de policía. El oficial que me atendió me miró con lástima. Me dijo que no había nada que hacer, que la familia Vargas era intocable y que mi hermana seguramente estaba disfrutando de su nueva vida en algún paraíso fiscal. Su tono era burlón, como si yo fuera una niña ingenua. Salí de allí con una rabia impotente. Nadie nos iba a ayudar. Estábamos solos. La desaparición de Ana se convirtió en un secreto familiar, una vergüenza que escondíamos de los vecinos.
Ahora, un año después, la situación era peor. El dinero se había acabado. La enfermedad de la abuela había vuelto con más fuerza. Y yo estaba parada frente al mismo abismo que mi hermana. La única diferencia es que yo no me iba a ciegas. Yo iba a buscar respuestas. Iba a vengar a mi hermana, o a morir en el intento. La abuela, al principio, se negó en redondo. Me sujetó el brazo con una fuerza que no creía que tuviera. Sus ojos, nublados por las cataratas, me suplicaban. "No, Elena. A ti no. No puedo perderlas a las dos", gemía. Su voz era un hilo débil, lleno de un pánico antiguo. Me partía el corazón verla así, tan frágil, tan asustada. Pero su propio cuerpo la traicionaba. Un ataque de tos la sacudió, dejándola sin aliento, con el rostro pálido y los labios azules. Ese sonido, el de su lucha por respirar, fue lo que selló mi decisión. Era ella o yo. Y yo la elegía a ella.