La noche antes de mi partida, la abuela se sentó en el borde de mi cama. No dijo nada durante un largo rato, solo me miraba. En la penumbra de la habitación, su rostro era una máscara de dolor. Sostenía una pequeña caja de madera en su regazo, sus nudillos blancos por la fuerza con que la apretaba. Era la caja donde guardaba sus pocas joyas, el anillo de bodas de mi abuelo, unos aretes de plata. Cosas sin valor material, pero llenas de recuerdos. Su silencio era más pesado que cualquier grito. Podía sentir su lucha interna, el amor por mí batallando contra el terror de perderme.
"Abuela, por favor, no me mires así", le dije en voz baja. "Sabes que no hay otra opción".
Ella negó lentamente con la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no se molestó en secar.
"Siempre hay otra opción, mi niña", susurró. "Podemos vender la casa. Irnos a otro lado".
"¿Y vivir en la calle?", repliqué, mi voz más dura de lo que pretendía. "Miguel necesita estudiar. Tú necesitas tu operación. Esta casa no vale ni la mitad de lo que necesitamos. Lo sabes".
Intenté tocar su mano, pero la retiró como si mi contacto la quemara. Ese gesto me dolió más que una bofetada. Me estaba rechazando, creando una distancia entre nosotras.
"Si te vas a esa casa, para mí estarás muerta", dijo, y cada palabra fue una astilla de hielo. "No quiero saber nada de ti. No quiero su dinero sucio. Entiérrame en el panteón de los pobres, pero no vendas tu vida por mí".
Se levantó, su cuerpo encorvado temblando ligeramente. Dejó la caja de madera en la cama, a mis pies. Ni siquiera me miró. Caminó hacia la puerta y se detuvo en el umbral. Su espalda, delgada y frágil, era la imagen de la derrota.
"Te crié para que fueras libre, Elena. No para que te convirtieras en una esclava".
Y con eso, cerró la puerta. Me quedé sola en la oscuridad, con sus palabras resonando en mis oídos. La abuela, mi abuela que una vez se enfrentó a un perro rabioso con un palo para protegerme cuando era niña. La misma abuela que vendió su propio cabello para comprarme mis primeros zapatos de escuela. Esa mujer fuerte y amorosa me estaba dando la espalda, me estaba repudiando. La confusión y el dolor eran tan grandes que sentí que me ahogaba. ¿Por qué? ¿Por qué prefería morir a aceptar este sacrificio? Su reacción no tenía sentido. A menos que... a menos que ella supiera algo más. Algo tan terrible sobre la casa Vargas que prefería la muerte antes que dejarme ir allí.
A la mañana siguiente, me fui. Miguel lloraba en silencio, abrazado a mi cintura. Le prometí que volvería, que todo saldría bien. Le mentí. La abuela no salió de su cuarto. La puerta permaneció cerrada. Mientras caminaba por la calle polvorienta hacia la carretera principal, donde el coche negro de los Vargas me esperaba, los vecinos me miraban desde sus ventanas. Algunos con lástima, otros con una curiosidad morbosa. Escuché a alguien escupir al suelo cuando pasé. Alguien más murmuró: "Ahí va otra". No les hice caso. Levanté la cabeza, apreté la mandíbula y seguí caminando. La música lejana de una fiesta, el olor a fritanga de un puesto callejero, todo se sentía irreal. Yo caminaba hacia mi propio funeral, y el mundo seguía girando como si nada.