Y en el centro del jardín, en lugar de una estatua de ángel o un querubín, había una gran estructura de mármol negro, pulido como un espejo. Tardé un segundo en entender lo que era. Era un ataúd. Un sarcófago vacío, abierto, como una boca hambrienta esperando su próxima comida. El contraste entre la belleza del jardín y esa tumba abierta me provocó un escalofrío.
Una mujer mayor, vestida con un uniforme impecable de sirvienta, me recibió en la puerta. Sus ojos me miraron con una tristeza profunda, casi como si estuviera viendo a un fantasma. Los otros sirvientes que se cruzaron en mi camino bajaban la mirada, sus rostros eran máscaras de aflicción. No era el ambiente de una casa que se preparaba para una boda, sino para un velorio. Me llevaron a través de pasillos largos y silenciosos, donde el único sonido era el eco de mis propios pasos sobre el mármol frío.
En un salón inmenso, lleno de muebles oscuros y pesados, me esperaba la Señora Vargas. Era una mujer elegante, de cabello plateado recogido en un moño perfecto y un vestido de seda que costaría más que mi casa. Su sonrisa no llegaba a sus ojos. Eran dos pozos fríos y calculadores.
"Elena, querida. Bienvenida", dijo, su voz suave como el veneno. "Estamos tan contentos de que hayas aceptado unirte a nuestra familia. Eres una joven valiente. Mi hijo necesita a alguien como tú".
Me ofreció té en una taza de porcelana tan fina que parecía que iba a romperse en mis manos. Habló y habló sobre su hijo, sobre su "delicada salud", sobre la esperanza que yo representaba. Me prometió que me tratarían como a una reina, que no me faltaría nada. Cada palabra era una mentira, lo sentía en la frialdad de su tacto cuando puso su mano sobre la mía. Era la mano de una depredadora.
Me instalaron en una habitación lujosa, con una cama con dosel y sábanas de seda. Pero las ventanas tenían barrotes disimulados en el diseño y la puerta no tenía cerrojo por dentro. Era una jaula dorada. Cuando me dejaron sola, empecé a buscar. Revisé los cajones, debajo de la alfombra, detrás de los cuadros. Buscaba cualquier cosa, una nota, un objeto, algo que me diera una pista sobre Ana. En el fondo de un armario, encontré algo. Un pequeño botón de nácar, igual a los del vestido de flores que llevaba Ana el día que se fue. El corazón me dio un vuelco. Ella había estado aquí. En esta misma habitación. La sensación de familiaridad que había sentido al entrar no era una casualidad. Era su presencia, su eco.
Más tarde, mientras la noche caía, me acerqué a la puerta, que habían dejado entreabierta a propósito. Escuché las voces de dos sirvientas que pasaban por el pasillo. Hablaban en susurros.
"Pobre muchacha", dijo una. "Es idéntica a la octava. La misma mirada decidida".
"Sí", respondió la otra, con la voz quebrada. "Recuerdo a la otra. Antes de... antes de que pasara, me tomó de la mano. Me dijo: 'Si algo me pasa, dígale a mi hermana Elena que la quiero y que la perdone'. Y ahora la hermana está aquí. Es como si el diablo se estuviera burlando de nosotras".
Me tapé la boca para no gritar. Las lágrimas me quemaban los ojos. Ana no me odiaba. Ana me había perdonado. Y su último pensamiento había sido para mí. La rabia y el dolor se mezclaron en mi pecho, convirtiéndose en una sola cosa: una determinación de acero. Iba a descubrir qué le hicieron a mi hermana. Iba a hacer que pagaran. No importaba el precio.