A la mañana siguiente, Mateo entró en la habitación con una bandeja de desayuno y la sonrisa más falsa que le había visto nunca. Llevaba un jugo de naranja recién exprimido y pan tostado, exactamente como me gustaba.
"Buenos días, mi amor," dijo, depositando la bandeja en la mesita. "¿Cómo durmió la mujer más fuerte del mundo?"
Me revolví el estómago. Cada palabra amable era un insulto. Cada gesto de cuidado, una bofetada. Tuve que tragarme el veneno que subía por mi garganta y forzar una sonrisa débil.
"Mejor, gracias. Todavía un poco adolorida."
"Es normal," dijo, sentándose en el borde de la cama y acariciándome la frente. Su tacto, que antes me reconfortaba, ahora me quemaba la piel. "Camila vendrá más tarde. Dice que tiene una nueva sopa de hierbas que te ayudará a sanar más rápido. Es increíble, ¿verdad? Tenerla aquí."
"Sí," respondí, con la voz hueca. "Increíble."
Él no notó nada. O no quiso notar. Estaba demasiado inmerso en su propia farsa. Después de un rato, se disculpó diciendo que tenía una reunión importante en el corporativo de sus restaurantes. En cuanto la puerta se cerró tras él, me moví.
Mi hermano Ricardo llegó una hora después, con un ramo de flores y una cara de preocupación genuina. Le abracé con una fuerza que lo sorprendió.
"Sofía, ¿qué pasa? Tu mensaje me asustó."
Le hice una seña para que se callara y señalé la puerta, luego mi teléfono. Escribí rápidamente: "La habitación puede tener micrófonos. Hablamos por texto."
Nos sentamos uno frente al otro, fingiendo una conversación casual sobre el bebé y mi recuperación, mientras nuestros pulgares volaban sobre las pantallas. Le conté todo. La conversación que escuché, el bebé, mi madre, la farsa completa. Veía cómo el rostro de Ricardo se endurecía con cada mensaje que leía. Su preocupación inicial se transformó en una ira helada, la misma que sentía yo.
"Necesito que vayas a la casa," tecleé. "En el estudio de Mateo, hay un escritorio antiguo. El cajón inferior derecho tiene una cerradura especial. Dentro, tiene que haber algo. Fotos, documentos, cualquier cosa. Busca una caja de madera oscura."
"¿Y si está cerrado con llave?"
"Rómpelo. No me importa. Pero ten cuidado, que no se dé cuenta de que estuviste ahí."
Ricardo asintió, con la mandíbula apretada. "Lo haré. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?"
"Fingir. Voy a ser la esposa abnegada y agradecida hasta que tengamos todo lo que necesitamos para destruirlos."
Cuando Ricardo se fue, un nuevo tipo de ansiedad se apoderó de mí. Cada minuto que pasaba era un riesgo. Unas horas más tarde, mientras fingía dormir, escuché el suave clic de un mensaje llegando a mi teléfono. Era de Ricardo. Una sola foto.
Era el contenido de la caja de madera.
Mi corazón se detuvo. No eran solo fotos de Camila. Eran altares. Recortes de revistas de su breve paso por MasterChef, menús viejos de restaurantes donde ella había trabajado, mechones de su cabello atados con cintas. Había docenas de fotos de ella, algunas robadas, tomadas desde lejos. Era una obsesión enfermiza, la de un acosador, no la de un primo.
Pero lo peor estaba debajo.
Ricardo había fotografiado los documentos. Un borrador de un acta de nacimiento para Leonardo Vargas Solís, con el nombre de Camila Solís como madre, tachado a la fuerza con un bolígrafo negro. Y luego, el documento que me robó el aliento. Una copia de un informe policial preliminar del "accidente" de mi madre. Mencionaba una explosión por una fuga de gas en la cocina de un restaurante donde ella estaba haciendo una consultoría. Y mencionaba a una testigo clave, una joven asistente de cocina llamada Camila Solís, que desapareció del país 48 horas después del incidente. El caso se había cerrado como un accidente por falta de pruebas.
Mateo no solo la había ayudado a encubrirlo. Había orquestado su huida. Había enterrado la verdad sobre la muerte de mi madre para proteger a la mujer con la que estaba obsesionado. Yo no era solo un vientre de alquiler para ellos. Era la hija de la mujer que Camila había matado. La ironía era tan cruel, tan retorcida, que me provocó una náusea violenta.
De repente, un dolor agudo y punzante me recorrió el abdomen, justo en la cicatriz de la cesárea. Era un dolor real, físico, como si mi cuerpo estuviera reaccionando a la verdad que mi mente apenas podía procesar. Me acurruqué en la cama, abrazando mi vientre vacío, el vientre que había albergado al hijo de otra mujer, la asesina de mi madre. El dolor físico y el dolor del alma se fusionaron en una sola agonía insoportable, dejándome sin aire, temblando en la fría y solitaria habitación del hospital.