Renacer de Cenizas, Sofía
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Capítulo 3

A los pocos días me dieron el alta. Mateo insistió en llevarme a casa en medio de un despliegue de atenciones que ahora me resultaba repulsivo. Me abrió la puerta del coche, me ayudó a bajar con una delicadeza exagerada y me rodeó la cintura con su brazo mientras caminábamos hacia la puerta de nuestra casa.

"Bienvenida a casa, mi vida," susurró en mi oído. "Ahora empieza lo bueno. Nuestra familia, por fin completa."

Sentí ganas de vomitar. La palabra "familia" en su boca era un veneno.

Al entrar, el olor a desinfectante y a un perfume floral que no era el mío llenó mis fosas nasales. Y entonces la vi. Camila estaba en medio de la sala, sosteniendo al pequeño Leo en sus brazos, meciéndolo con una familiaridad que me revolvió las entrañas. Llevaba puesta una de mis batas de seda.

"¡Sofía, qué bueno que ya estás aquí!" dijo con una sonrisa radiante. "Mateo pensó que sería mejor que me mudara por un tiempo, para ayudarte con el bebé y tu recuperación. Así no tienes que preocuparte por nada."

El bebé. Ni siquiera me lo entregó. Se quedó allí, con él en brazos, como si fuera la reina y yo una simple visitante. Mateo se acercó a ella y le dio un beso en la frente, un gesto supuestamente fraternal que ahora yo sabía que ocultaba una intimidad profunda y retorcida.

"Camila tiene razón, mi amor. Tú solo descansa. Ella se encargará de todo."

Sentí una oleada de rabia impotente. Esta era mi casa. Mi espacio. Y ahora estaba invadido por la mujer que me lo había arrebatado todo. Camila paseaba por la sala como si fuera la dueña, dándole a Mateo instrucciones sobre dónde poner las nuevas cosas para el bebé que, evidentemente, habían comprado sin consultarme.

"El moisés debería ir aquí, junto a la ventana, para que le dé el sol de la mañana," decía, ignorándome por completo.

"Claro, Cami. Lo que tú digas."

La provocación era descarada, abierta. Se instaló en la habitación de invitados, la que estaba justo al lado de la nuestra. Por la noche, escuchaba sus pasos, el murmullo de su voz hablando con el bebé. Mi bebé, el que yo creía mío. Mateo había insistido en que el niño durmiera con ella "para que yo pudiera descansar sin interrupciones" .

Un par de días después, me sentía un poco más fuerte y quise volver a mi santuario: la cocina. Al entrar, me quedé paralizada. Mis ollas de cobre, heredadas de mi abuela, habían sido movidas. Mis cuchillos, meticulosamente ordenados, estaban en un cajón diferente. Y en la encimera, donde solía tener mis frascos de chiles secos y especias mexicanas, ahora había una fila de botes de cristal con etiquetas elegantes: "Quinoa orgánica" , "Semillas de chía" , "Espirulina en polvo" . La cocina de Camila.

Intenté ignorarlo. Abrí el refrigerador para prepararme un té de manzanilla, el que mi abuela Elena siempre me hacía para calmar el estómago. No había manzanilla. En su lugar, encontré jarras de vidrio llenas de jugos verdes y leches vegetales.

"Buscas algo, ¿querida?"

La voz de Camila me sobresaltó. Estaba apoyada en el marco de la puerta, con una sonrisa condescendiente.

"Mi té de manzanilla," dije, tratando de mantener la voz firme.

"Oh, eso. Lo tiré," respondió con naturalidad. "Esas hierbas de pueblo no tienen ningún respaldo científico. Te preparé un tónico de jengibre y cúrcuma. Mucho mejor para la inflamación. Está en esa jarra."

Me quedé mirándola, sin poder creer su audacia. Tiró mis cosas. En mi propia cocina.

"Necesito descansar," dije finalmente, dándome la vuelta para salir de allí antes de explotar. El dolor en mi abdomen volvió a punzar, un recordatorio constante de mi herida física y emocional.

"Claro, descansa," dijo Mateo, que apareció detrás de ella y me tomó del brazo con suavidad. "Camila y yo nos encargamos de la cena. Y del bebé. Tú no te preocupes por nada."

Me guio hasta mi habitación como si fuera una niña inválida. Me senté en la cama, escuchando sus risas y murmullos provenientes de la cocina. El olor de mis especias siendo reemplazado por el de las suyas. El sonido del bebé que no era mío, siendo calmado por la voz de su verdadera madre. Me sentí como una extraña, una prisionera en mi propia casa. Sola, ignorada y completamente abandonada. La sensación de desolación era tan abrumadora que apenas podía respirar.

            
            

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