Renacer de Cenizas, Sofía
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Capítulo 4

La noche cayó, pero no trajo paz. No podía dormir, así que bajé las escaleras en silencio, buscando un vaso de leche. La casa estaba a oscuras, a excepción de una luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta del estudio de Mateo. Me acerqué, con el corazón latiéndome en la garganta. Escuché un susurro, y luego, un gemido suave. Pegué el ojo a la rendija de la puerta.

Y los vi.

Mateo estaba sentado en su gran sillón de cuero. Camila estaba a horcajadas sobre él, besándolo con una ferocidad que me revolvió el estómago. Sus manos estaban enredadas en el cabello de él, y las de él recorrían su espalda, por debajo de la bata de seda que era mía. No había nada fraternal en ese beso. Era pura posesión, hambre y una historia compartida que me excluía por completo.

Me tapé la boca para ahogar un sollozo. El dolor fue tan agudo, tan visceral, que sentí que me partía en dos. Era la prueba final, la imagen que borraba cualquier duda que pudiera albergar. La traición era absoluta, carnal, sucediendo bajo mi propio techo mientras yo me recuperaba de una cirugía que ellos mismos habían orquestado.

Retrocedí sin hacer ruido, subí las escaleras como un autómata y me encerré en mi habitación. Las lágrimas que había contenido por días finalmente brotaron, silenciosas y ardientes.

Al día siguiente, mientras Mateo y Camila estaban fuera, supuestamente comprando más cosas para el bebé, aproveché para llamar a los empleados de nuestro restaurante principal, "Vargas Cuisin" . Necesitaba saber qué se decía, qué sabían ellos. Hablé con la jefa de sala, una mujer llamada Isabel que siempre había sido amable conmigo.

"Sofía, qué gusto escucharte. ¿Cómo sigues?"

"Bien, Isabel, gracias. Oye, solo curiosidad, ¿cómo van las cosas por allá? ¿La gente ha aceptado bien a Camila?"

Hubo una pausa incómoda.

"Bueno... sí, supongo," dijo con cautela. "Es... muy profesional. Aunque todos comentan..."

"¿Comentan qué, Isabel? Puedes decírmelo."

Isabel suspiró. "Pues... que es una suerte que el señor Vargas la tenga a ella. Algunos de los chefs más viejos dicen que... que tú eres muy tradicional, que tu cocina es de abuelita, y que Camila traerá la modernidad que la cadena necesita para conseguir estrellas Michelin. El propio señor Vargas lo ha dicho en las juntas de gerentes. Que tu estilo era un buen comienzo, pero que el futuro es Camila."

Mi cocina... de abuelita. Un buen comienzo. Como si todo mi trabajo, mi pasión, el legado de mi abuela Elena, fuera solo un peldaño para que ella pudiera subir.

"Y... hay otra cosa, Sofía. Odio ser yo quien te lo diga," la voz de Isabel bajó a un susurro. "La gente dice que tu matrimonio con el señor Vargas fue muy... conveniente. Que él necesitaba una esposa con una imagen familiar y tradicional para limpiar un poco su reputación de playboy. Y que ahora, con el bebé, y con Camila como la cara de la empresa... todo encaja."

Colgué el teléfono, sintiendo un frío glacial. No solo era una herramienta, sino que todos lo sabían. Todo el personal, mis empleados, mis colegas. Todos me veían como una pieza en el tablero de ajedrez de Mateo. La vergüenza se sumó a la ira y al dolor.

Mi decisión estaba tomada. Ya no podía seguir fingiendo. A la mañana siguiente, llamé a Ricardo.

"Ricardo, necesito los papeles del divorcio. Ya. Y una orden de restricción contra Camila."

"Sofía, ¿estás segura? Todavía no tenemos todas las pruebas del fraude del hospital."

"No me importa. La quiero fuera de mi casa. Y a él, lo quiero fuera de mi vida. Por favor, Ricardo."

Mi hermano, a pesar de sus dudas, se movió rápido. Esa misma tarde, se presentó en la casa con una carpeta bajo el brazo. Mateo y Camila estaban en la sala cuando él entró.

"Mateo," dijo Ricardo, con una voz seria y profesional. "Vengo en representación de mi hermana, Sofía Romero. Te entrego esta solicitud de divorcio."

Mateo lo miró, primero sorprendido, y luego una sonrisa torcida apareció en su rostro. Tomó la carpeta que Ricardo le ofrecía, la abrió y la ojeó por encima. Luego, se echó a reír. Una risa seca, sin alegría.

"¿Divorcio?" dijo, mirando a Ricardo como si fuera un niño ingenuo. "Qué tierno. Pero hay un pequeño problema con tu plan."

Se levantó, caminó hacia un mueble bar y sacó un documento de un cajón. Lo arrojó sobre la mesa de centro.

"Léelo, abogado. Es nuestra acta de matrimonio. O mejor dicho, la falta de ella."

Ricardo tomó el papel. Yo me acerqué para ver. Era un certificado. Un certificado de una ceremonia simbólica, sin ninguna validez legal. No estábamos casados. Nunca lo estuvimos. Todo el evento, el juez, la fiesta, los invitados... todo había sido otro montaje.

"Nuestro matrimonio nunca fue registrado," explicó Mateo, disfrutando de nuestra confusión. "Legalmente, Sofía y yo no somos nada. Ella es solo una mujer que vive en mi casa. No puedes divorciarte de alguien con quien no estás casado."

El mundo se desmoronó por segunda vez. No tenía ningún derecho. No sobre la casa, no sobre la empresa, no sobre nada. Era una inquilina sin contrato. Una invitada que se había quedado demasiado tiempo.

Mateo se acercó a mí. Su rostro ya no era el del esposo amoroso ni el del manipulador sutil. Era el rostro de un depredador que acababa de acorralar a su presa.

"Pero no te preocupes, mi amor," dijo, su voz un susurro venenoso mientras tomaba una rosa del jarrón de la mesa y la ponía en mi cabello. "Yo todavía te quiero. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Siempre y cuando te portes bien."

La rosa en mi cabello se sintió como una corona de espinas. La humillación era total, absoluta. Estaba atrapada, legalmente indefensa, a merced del hombre que había orquestado cada segundo de mi miseria.

                         

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