El Precio de Tu Indiferencia
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Capítulo 2

Ricardo intentó una torpe muestra de afecto esa misma tarde, llegó a casa con una bolsa de comida para llevar, una sonrisa forzada en su rostro.

"Mira lo que te traje, tu favorito," dijo, dejando los contenedores en la mesita de noche.

Abrí la tapa, el olor a curry y especias que odiaba llenó la habitación, era el platillo favorito de Isabella, lo sabía porque ella siempre lo pedía cuando almorzaban juntos en la oficina.

Mi estómago se revolvió, una mezcla de náuseas y una amarga ironía.

"Gracias, Ricardo, pero no tengo hambre," dije, mi voz sonaba plana, sin emoción.

Él frunció el ceño, confundido por mi falta de entusiasmo.

"Pero si te encanta," insistió, como si pudiera convencerme de mis propios gustos.

No respondí, simplemente estiré la mano hacia la mesita de noche, abrí el puño y dejé caer el arete de perla en su palma.

"Creo que esto se le cayó a tu asistente," dije, mirándolo fijamente a los ojos.

Ricardo se quedó paralizado por un segundo, su mirada pasó del arete a mi rostro, una breve chispa de pánico cruzó por sus ojos, pero la ocultó rápidamente con una sonrisa condescendiente.

"Ah, sí, pobre Isabella, lo andaba buscando por toda la oficina," dijo, con una naturalidad ensayada. "Se le debe haber caído en mi coche cuando me ayudó con unas cajas."

La mentira era tan burda, tan insultante en su simpleza, que casi me reí.

No dije nada, solo mantuve mi mirada, dejándolo ahogarse en su propia falsedad.

Él, incómodo, se guardó el arete en el bolsillo y cambió de tema.

"Oye, para compensarte por estos días tan malos, ¿qué te parece si mañana vamos a cenar a ese lugar que tanto te gusta junto al lago? Solo tú y yo," propuso, intentando sonar sincero.

Era una táctica que había usado antes, promesas vacías para calmar mis sospechas, por un momento, consideré la posibilidad de que tal vez, solo tal vez, se había dado cuenta de su error.

Pero esa esperanza se desvaneció tan rápido como apareció.

A la tarde siguiente, mientras me preparaba lentamente, soportando el dolor de mis costillas, sonó su teléfono, vi el nombre "Isabella" en la pantalla.

"¿Qué pasó?" contestó él bruscamente, luego su tono se suavizó. "No, no, no te preocupes... Sí, entiendo que es importante... Voy para allá."

Colgó y me miró con una expresión de falso arrepentimiento.

"Lo siento, mi amor, surgió una emergencia en la oficina, Isabella no puede sola, tendremos que posponer la cena."

Me quedé quieta frente al espejo, con el vestido a medio poner, ni siquiera me molesté en discutir, solo asentí en silencio, viéndolo tomar sus llaves y salir corriendo, corriendo hacia ella.

Unos días después, decidí que necesitaba salir de ese apartamento, el aire se sentía viciado, cargado de mentiras, fui a la oficina a recoger algunas cosas personales que había dejado en mi antiguo escritorio.

Al entrar al área de diseño, el ambiente se sintió extraño, la gente me miraba y luego susurraba entre sí, sentí sus miradas de lástima y curiosidad.

Una de mis antiguas compañeras, Laura, se acercó con cautela.

"Sofía, qué bueno verte, ¿cómo sigues?" preguntó en voz baja.

"Mejor, gracias," respondí, forzando una sonrisa.

Ella dudó un momento, luego se inclinó más cerca.

"No sé si deba decirte esto, pero... aquí todo el mundo habla," susurró. "Sobre Ricardo e Isabella... ayer, después de la junta, él le estaba dando un masaje en los hombros, aquí mismo, frente a todos."

Cada palabra era una pequeña daga, no por la sorpresa, sino por la humillación pública, todos lo sabían, todos lo veían, yo era la última en enterarme, la prometida engañada que todos compadecían en secreto.

Justo en ese momento, la puerta de la oficina de Ricardo se abrió, él salió riendo, seguido de cerca por Isabella, que le tocaba el brazo de forma posesiva, él le dedicó una sonrisa llena de complicidad, una sonrisa que nunca me había dado a mí.

Mi corazón se apretó dolorosamente, sentí una oleada de mareo, mi mano, que sostenía una taza de cerámica con mis bolígrafos, tembló.

La taza se deslizó de mis dedos y se estrelló contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos, el sonido agudo hizo que todos se giraran a mirarme.

Ricardo e Isabella me vieron, la sonrisa de Ricardo se borró, reemplazada por una expresión de molestia, Isabella, en cambio, me miró con una sonrisa apenas disimulada de triunfo.

Nadie se movió para ayudarme, me agaché lentamente, con el cuerpo adolorido, y empecé a recoger los trozos de cerámica uno por uno, cada fragmento afilado era un reflejo de mi vida rota, y mientras lo hacía, en silencio, bajo la mirada de todos, prometí que reconstruiría cada pedazo, pero esta vez, sin él.

            
            

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